El Diablo Negro

8 1 0
                                    

Estábamos volando por los cielos de la actual Bielorrusia, eran cerca de las tres de la tarde y no veíamos a ningún enemigo por las cercanías. Era un hermoso día. Es curioso cómo la naturaleza es indiferente ante la violencia y el terror que pueden causar las personas dentro de su entorno. Quizás estos fueron los pensamientos que me distrajeron lo suficiente para no percibir aquel rayo negro que cayó sobre nosotros. El avión de mi compañero, Vladimir Smirnov, fue devorado por las llamas, los implacables brazos invisibles de la gravedad tiraron de su avión, llevándolo a estrellarse contra la tierra. Pensé que podía estar soñando, o, mejor dicho, quería que ese fuera el caso. Miré a mi alrededor buscando al causante de la muerte de mi escolta, pero no lograba ver nada. Antes de siquiera entender qué estaba pasando, el resplandor negro volvió a llevarse a otro de mis compañeros, ahora le tocó a Sergey Novikov. Su avión cayó agonizante, retorciéndose como un animal herido, pero que, en vez de derramar sangre, derramaba humo y fuego. No sé si mis compañeros tuvieron el tiempo suficiente para enterarse de lo que estaba pasando, pero yo, que había sido el último sobreviviente, recién me enteraba, nos habíamos encontrado con el Diablo Negro.

Habíamos recibido, en poco tiempo, órdenes irónicamente opuestas. En un principio, el gobierno central nos había ofrecido miles de rublos si conseguíamos derribarlo, pero pocos meses después, nuestros generales nos aconsejaron que huyéramos si llegábamos a verlo. Era más eficiente evitar el combate y pelear en otra ocasión, no valía la pena perder la vida intentando conseguir algo de dinero; aquel monstruo era imbatible. Por supuesto, no dudé ni un segundo en seguir aquel consejo.

Di un giro en ciento ochenta grados y emprendí mi retirada a toda velocidad. Me dirigí de vuelta a nuestra base aérea en Moscú, temiendo que la muerte me pudiera alcanzar en cualquier momento. Después de seguir vivo durante unos minutos y haber recorrido algunos kilómetros, consideré la posibilidad de que, quizás, había conseguido escapar. No había rastros del Diablo Negro en ninguna parte. Pasados un par de minutos, pude cerciorarme de que no se encontraba persiguiéndome.

Buena parte de los soldados soviéticos me felicitaron, eran muy pocos los afortunados que habían conseguido ver al Diablo Negro y que no habían muerto segundos después; una gran mayoría moría sin siquiera llegar a verlo (como posiblemente fue el caso de Vladimir y Sergey). Tuve una sensación similar al orgullo, un orgullo en la mediocridad, pero posteriormente ni siquiera eso me quedó.

Después de nuestra victoria en Berlín, el Diablo Negro fue capturado. Aquel ser que derribó más de trecientos cincuenta de nuestros aviones, que en más de ochocientos combates jamás fue herido, que solo tuvo que aterrizar de emergencia en contadas ocasiones, debido a que los restos de los aviones soviéticos que destruía golpeaban su avión y lo averiaban; era un joven de tan solo veinte años, llamado Eric Hartmann.

Hay quienes dicen que el destino tiene un retorcido sentido del humor. Hartmann, conocido por el lado soviético como el Diablo Negro, era llamado por el ejército alemán como Bubi o el Chico. Un joven, apenas mayor de edad, que había pintado un tulipán negro en la punta de su avión, además de un corazón atravesado por una flecha con el nombre de Ursel, en honor a Ursula Paetsch, su novia en esos momentos, y la que terminó siendo su esposa, luego de que el piloto fuera liberado de los gulags soviéticos, diez años después de su captura.

El Diablo NegroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora