Prólogo

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Astrid ha tenido la misma pesadilla desde que tiene memoria. Siempre el mismo sueño. Siempre el mismo final. Esa mañana incluso gritó al despertar. Se calmó después de un rato y miró a la ventana. Era una mañana lluviosa de enero, las gotas golpeaban con fuerza la ventana. Pero Astrid no escuchaba nada.

Miró el reloj y descubrió que ya pasaban  las seis de la mañana. Si quería llegar a tiempo a la escuela, debía apurarse. Entró en la regadera y prendió el agua hasta que salió vapor. Pero Astrid seguía sin escuchar nada. 

Salió de bañarse y se miró en el espejo. Su cabello naranja caía húmedo sobre sus hombros y sus ojos café oscuro resaltaban en ellas como perlas sobre carbón. Un gato maulló al lado de su ventana. Era Nora, la gatita callejera de la colonia. Nora rasguñó la ventana haciendo un ruido insoportable. Pero Astrid no escuchaba nada.

Cuando terminó de vestirse, tomó su collar del buró junto a la cama y miró al aparato junto al reloj. Un aparato color carne que tenía la forma justa de su oreja derecha. Un aparato auditivo.

Se lo puso sin problemas y escuchó a Nora maullar, la lluvia golpeando la ventana y algunos autos a la distancia. Su oído drecho era normal otra vez.

Astrid había tenido un accidente años atrás en el que un ruido le destrozó la habilidad de escuchar completamente con su oído izquierdo y la obligó a utilizar un aparato para poder escuchar a los demás con su oído derecho.

Abrió la ventana y dejó entrar a Nora, tomándola en sus brazos y secándola con una toalla. La gata se acurrucó en la toalla y se quedó dormida. Después de dejarla en el sofá. Astrid calzó sus botas negras y se acomodó su chamarra de algodón. Tomó su paraguas y abrió la puerta de su casa, casi olvidando la mochila en la mesa de la cocina.

Salió y se dirigió a la parada de autobús más cercana, donde se encontraban la señora Rose y su hija Angélica Rose. La pequeña de siete años miró a la joven pelirroja con inquietud y luego de un ratole susurró a su madre algo de lo cual Astrid sólo escuchó "oreja" y "cosa rara". No era la primera vez que los vecinos murmuraban sobre ella o que cualquier persona lo hiciera. "Pobre chica, tan bonita y sin poder escuchar bien" dijo una vez el vecino de enfrente. "No puede escuchar música. ¿Cómo lo soporta?" Habían dicho unas de las chicas en su escuela. Pero la verdad era que Astrid vivía muy feliz a pesar de todos los comentarios.

Claro que porque no podía escuchar absolutamente nada con un oído todo el mundo pensaba que no podía escuchar nada. Pues ellos estaban totalmente equivocados. Astrid podía escucharlo todo con su aparato.

Nunca le había molestado realmente lo que los demás pensaran de ella, sólo cuando conocía a alguien nuevo y le preguntaba si podía escuchar bien o cómo es que quedó sorda. Cosas que ella no podía cambiar. 

Tomó el autobús que la llevaría a la escuela y saludó con la cabeza al conductor. Él ya la conocía bien, pues había tomado ese autobús desde que estaba en primero de secundaria y probablemente lo seguiría utilizando hasta que terminara la preparatoria. El chofer se sorprendió cuando, por primera vez, la entonces niña subió al camión y pagó el pasaje por su cuenta. Esa vez le preguntó a dónde iba y dónde estaban sus padres. Ella sólo respondió que a la escuela. El conductor, llamado Abraham, había notado el aparato de la niña pero hasta unos días después se animó a preguntar. Desde entpnces, Astrid y Abraham se habían llevado tan bien que ahora la joven consideraba al señor como el padre que hubiera prefeido. Si alguna vez tuvo padre. 

Hasta ahora la rutina de Astrid iba bastante bien, no iba tan retrasada como había pensado. Incluso tendría tiempo de leer un capítulo o dos del actual libro que traía en la mochila. Tomó su lugar habitual jdel autobús y miró a la ventana. El cielo estaba lleno de nubes grises, pero ya había dejado de llover. Las personas de la calle caminaban con la prisa de alguien que va tarde al trabajo. Para ser las siete de la mañana, las calles ya estaban llenas de gente y de autos. Algunos iban y venían, entraban y salían. Astrid los miraba con curiosidad y sonreía mientras se imaginaba cómo sería su vida si pudiera escucharlo todo sin un aparato. Su mirada se posó en una señora caminando junto con un niño con muletas, dirigiéndose a la estación del metro del otro lado de la calle.

Continuó su camino mirando y pensando hasta que reconoció la calle de su escuela. Se levantó y se despidió de Abraham. Caminó a la escuela mirando al rededor. Sus compañeros, que habían aprendido a aceptarla apenas el año que había pasado, la miraban con cuna sonrisa. Astrid, siendo ella, no tenía amigos. Aunque eso no se debía a su discapacidad. Apenas conocía a la gente de su salón y nunca hablaba con nadie mas que para pedir apuntes, tareas, plumas o cualquier tipo de cosa que necesitara. Nadie le preguntaba sobre el libro que leía, no le preguntaba a nadie sobre qué harían el viernes. Ella tenía su mundo, nadie se metía en él. Ellos tenían su mundo, ella no se metía en él. Su vida era simple de esa manera.

Normalmente alguien se preguntaría si la vida de una joven sorda de catorce años es complicada. Pues no, porque Astrid tenía mucha práctica. Al menos ella ya estaba acostumbrada y no era tan difícil.

El día transcurrió normal, ella respondía los ejercicios, tomaba apuntes, leía y estudiaba. Todo iba como de costumbre, tranquilo y sin alguna novedad. 

Al terminar las clases se apresuró a tomar el mismo camión pero ahora con el rumbo más al norte, a la academia. A ella lo que más le gustaba era cantar, La verdad amaba la música y tenía una banda junto con sus vecinos, pero su madre le había prohibido continuar en ella por el accidente. También, segpun su madre, por esa razón se habían cambiado de casa apenas Astrid entró a la secundaria. Eso le había costado todos sus amigos en la escuela y en el vecindario. Claro que su madre no lo sabía,pues pasaba tanto tiempo fuera de casa como para notarlo. Aunque eso también era una ventaja para ella

Los salones de pintura y guitarra estaban al lado, dándole una ventaja de que, con mucha suerte, algún día regresaría a cantar con los demás. También corrió la suerte de que un día se encontró con dos de sus amigos que a veces hacían ensayos en ese salón.

Llegó a la academia, pero como tenía aún mucho tiempo, se fue al restaurante italiano que estaba a varios locales de la academia, del otro lado de una calle. Allí también la conocían, porque siempre que iba con tiempo se pasaba por allí. Pidió su espagueti y su soda. Sacó su celular y sus audífonos, prendiendo la música en el volumen más bajo que se podía y escuchó la lista de reproducción con sus canciones favoritas.

Al terminar de comer, cinco minutos antes de su clase, caminó a la academia.

Tenía que cruzar la calle para llegar, lo cual no fue tan problemático porque no había nadie excepto un joven de algunos veintitantos, tal vez treinta. Que comenzó a seguirla. Astrid no lo notó, pues seguía escuchando la maravillos a forma de tocar el violín típico de Lindsey Stirling. El joven la alcanzó y la tomó del hombro.

- Señorita Astrid, venga conmigo. - Le susurró éste en el oído derecho, donde sí podía escuchar.

- Pero no puedo, tengo clase.- Respondió ella intentando que no se le notaran los nervios en la voz.

El hombre no penso más. Le tapó la nariz y la boca, dejándola incapaz de respirar. El celular cayó al suelo haciendo que los audífonos se desconectaran y poniéndole pausa automáticamente. Su mochila también hizo un ruido al golpear el suelo. Su cabeza le daba vueltas y poco a poco sus pulmones empezaron a gritar por aire. ¿Era eso un secuestro? ¿Que querrían de una niña sorda? No podía dejar de preguntarse ese tipo de cosas. O la posibilidad de que sucedería lo peor, ese hombre trabajaría para su padre.

Antes de perder la conciencia a causa de la falta de aire, se las arregló para golpear al hombre en el abdomen y éste por instinto la soltó inmediatamente. Astrid tomó sus cosas repartidas por el suelo lo más rápido que pudo y corrió. Aunque no lo suficientemente rápido. El hombre golpeó la cabeza de Astrid con algo duro de metal y ella casi ni lo sintió. Cayó en la oscuridad . No veía nada. No escuchaba nada.

Y no más de cinco segundos después de que el cuerpo inconciente de Astrid hubiera terminado de caer al suelo, un charco de sangre comenzó a formarse al rededor de su cabeza.

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