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El día en que dos mundos chocaban por primera vez, el día que su dragón comería carne humana por primera vez, comenzaba con Celeste esperando en un despacho las indicaciones para su misión. Sabía que por esa puerta en cualquier momento entraría el general Cidio de Céffyla a dar órdenes, y pensarlo le estremecía de un escalofrío; su corazón se aceleraba a ratos. Realmente estaba allí, como se lo habían dicho durante semanas. Su mente aún no era capaz de dimensionar su situación; quizá para olvidarse de las lanzas y las espadas que la esperaban, su cerebro intentó interpretar la oficina, llena de armaduras y cráneos que servían de trofeo, como el lugar de un amigo al cual visitaba.

En un momento, se levantó, atraída por la forma de una de las armas colgadas. Era una lanza de mediados del segundo período; no era desplegable, y su hoja alargada le hizo acordar un poco a las lanzas primitivas, pero con una forma armoniosa que daba a entender que fue hecha por manos civilizadas. Estaba cruzada sobre una espada, un arma secundaria, por lo que decían los libros de historia. La misma arma secundaria que el teniente Oran de Céffyla utilizó para decapitar, tras haberlo herido de muerte con la lanza, al druida de Dyrsancta. Aquella inscripción bajo las armas estaba en idioma gáligo, pero el nombre se le hizo familiar a Celeste.

Era amigo de mi bisabuelo.

Tras estudiar el retrato del teniente Oran, un hombre de barba y cabeza cubierta por cota de malla y bacinete, regresó a su asiento. ¿A qué hora venía el general?, pensó.

El reloj, llamativamente presente en la oficina junto a una mesa con una botella de cuello fino y culo grueso, no habría marcado ni las nueve y media cuando las puertas se abrieron. Un hombre uniformado, de poblada barba y cabello que le llegaba a la nuca, ablandó su semblante para saludar.

—Celeste Alvia —dijo él.

—Sí, señor —respondió ella, con una suavidad que consideró impropia para dirigirse a un militar.

Ambos se dieron la mano.

—¿Cansada por el viaje? —preguntó el hombre.

—No realmente.

—Claro —sonrió él—, la distancia no es problema para ti.

Y el general destapó la botella y se sirvió el licor que contenía en un vaso chato y gordo, hasta el borde. Le ofreció a su invitada un trago, pero ella desistió, intentando que la mueca que hizo no se note.

—Bueno, vayamos al punto —dijo él, luego de terminarse el licor, y tomó también asiento en el escritorio—. No sé si estás al tanto de la situación, pero desde hace tiempo que tropas del imperio Haro vienen avanzando.

—Estoy informada, señor.

—Supongo que también sabrás que están ocupando el norte.

Celeste asintió.

—Bien. Esto sólo es una prueba, Celeste. Sé que tú no eres militar ni nada por el estilo, y de verdad espero que nuestras... diferencias culturales no sean impedimento para llevar a cabo esta acción.

—Está bien, señor.

Celeste lo había dicho con cortesía, pero al instante se puso a pensar si era cierto. Aquel hombre era un militar, además de que tenía el rango de general de la Unión. A Celeste incluso le sorprendía lo amable que estaba siendo él. Pero la realidad era que estaba allí por trabajo. Uno en el que tendría que salir al campo de batalla sin otra arma que Edelgard.

—Espero que la capitana Noira no te dé problemas.

Aquel nombre estaba en la carta.

—Ella... no está del todo de acuerdo con que tomemos estas medidas. Pero hay algo que siempre le he enseñado, que es disciplina. Si ella no es capaz de mostrar tolerancia hacia ti o el dragón, habrá fracasado en ese aspecto. Pero ella es una buena militar. Siempre pone el deber por encima de todo. No creo que sea de problemas para alguien como tú.

La Unión de la LanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora