Muy nerviosa, Violette había dormido mal. Despierta desde muy pronto, se sintió feliz pensando que era domingo y que, por la tarde, no iría a trabajar en la tienda de Thérèse. Necesitaba saber algunas cosas, aunque dudaba en confiarse a su hermana. Con la intuición propia de las muchachas, temía efectivamente que a Rose no le gustara su inclinación por Gérard, y que se sintiera incluso algo celosa si sabía la naturaleza de los cuadros que pintaba.
«¿Y si, a fin de cuentas, hablara con Julie?», se dijo. «Estoy segura de que conoce ya todas esas cosas.» Desde que Julie había llegado a la tienda, Violette había simpatizado con ella y pudo comprobar, rápidamente, su carácter despierto, algo bribón incluso.
Hacia las ocho, fue a tomar un café con leche y un poco de pan en la sala del café que Ninon acababa de abrir. Apenas peinada, la mujer llevaba todavía una bata, esperando a Mathilde. Muy excitada después de su aventura de la víspera con los dos carniceros, ésta estaba, sencillamente, «más caliente que las gallinas» y necesitaba sentir de nuevo sus grandes vergas en su cuerpo. Le había dicho a Ninon que iría a ayudarla, aprovechando que su marido se había marchado a Trouville con unos amigos.
—Me gustaría pasar la tarde con Julie —le dijo Violette a su madre—. ¿Vas a necesitarme?
—No. Mathilde vendrá a ayudarme. Y, además, tienes que distraerte un poco. ¡No hagas tonterías! —añadió riendo.
A Ninon le gustaba el temperamento juguetón y algo tunante de la joven Julie, pero no deseaba que Violette se dejara arrastrar por ella a tratar con sus dudosas amistades.
Violette dio las gracias a su madre, besándola antes de ir a terminar su aseo. Más bien alegre, se preparaba para ir al taller de confección. Pensaba, sobre todo, en su tarde con Julie. Se reunió con su amiga hacia las nueve. Julie la besó muy cerca de la boca, diciéndole: —Hasta luego. ¡Piensa en nuestra hermosa jornada!
Tendrían que trabajar hasta la una. El taller lo dirigía Thérèse, una antigua obrera que había conseguido abrir su tienda gracias a la generosidad de un amante. De unos cuarenta años, era una mujer hermosa todavía, de rasgos bastante duros.
Violette trabajaba retocando un hermoso vestido de boda cuando Thérèse pasó por su taller. Distraída e intimidada también, pues no veía a menudo a su patrona, Violette cometió un error al recortar en exceso un extremo del vestido. Thérèse lo descubrió enseguida. Lanzando una severa mirada a la muchacha, le dijo: —A mediodía pasará usted por mi despacho. ¡Su negligencia merece una sanción!
Violette prosiguió con su trabajo, muy preocupada al pensar en lo que la esperaba. Un poco antes de mediodía, encontró la ocasión de decir, rápidamente, unas palabras a Julie.
—No te preocupes —le dijo su amiga—; te espero a la una. Tendremos el resto del día para nosotras. ¡E incluso la noche, si quieres!
Temblando un poco, Violette salió del taller para subir al piso donde estaba el despacho de Thérèse. Le sorprendieron por un momento las suaves palabras con las que la recibió su patrona.
—No es muy grave, por esta vez. Pero eso no debe repetirse. De todos modos, mereces un castigo.
Violette tembló preguntándose lo que le aguardaba. De hecho, Thérèse, que había advertido la belleza de su joven obrera, esperaba desde hacía semanas la ocasión de poder verla a solas. Tanto más cuanto sus inclinaciones lésbicas se veían exacerbadas, casi cada día, en contacto con las muchachas y las mujeres que empleaba.
—Acércate —le dijo la mujer sentada en un sillón.
Violette obedeció temblando.
—Muéstrame tus nalgas.
—Pero..., yo... —dijo Violette, terriblemente avergonzada.
—¡Apresúrate a obedecer si no quieres que te ponga de patitas en la calle!
Ante aquella amenaza, Violette se resignó. Con gesto muy turbado, hizo subir sus faldas deteniéndose cuando llegó a la altura del sexo. La mujer agarró el vuelo de su vestido y lo subió hasta el vientre. Violette se estremeció cuando sintió una mano hurgando bajo sus enaguas. Thérèse palpó sin vergüenza la vulva húmeda bajo el algodón de los calzones. Le hubiera gustado proseguir pero, siendo la primera vez, se obligó a contener su deseo.
Una vez de pie, condujo a Violette ante una mesa redonda y le ordenó que se inclinara hacia delante. La muchacha apoyaba los antebrazos y el pecho en la madera oscura. Estaba tan conmovida que apenas se daba cuenta de la indecencia de su actitud sumisa. Y peor fue, muy pronto, cuando Thérèse desabrochó sus enaguas para que cayeran a sus pies. Siguió desnudándola haciendo descender los calzones hasta descubrir las nalgas. Violette hizo grandes esfuerzos para no quejarse. A Thérèse la calentó terriblemente el espectáculo que se le ofrecía: entre aquellas nalgas firmes y bien torneadas, el estrecho surco del sexo era visible bajo los pelos claros. Violette tensó su grupa cuando un dedo penetró en su húmeda raja. La mujer paseó el índice de abajo arriba antes de dejarlo estar. Pese a su vergüenza, Violette se sentía cada vez más turbada. Un agradable calorcillo había invadido su vientre. No pudo evitar decir: —Es agradable lo que está haciéndome.
—¡Quieres callarte, marranita! De momento, no estás aquí para gozar.
De hecho, Thérèse estaba al menos tan excitada como su empleada. Le habría gustado acariciar aquella joven vulva, pero prefirió contenerse una vez más.
—Quédate así —le dijo yendo a buscar unos zurriagos de delgadas tiras de cuero.
Violette lanzó un breve quejido cuando las correas cayeron sobre sus nalgas.
—No quiero oírte. De lo contrario serás despedida enseguida.
El cuero azotó de nuevo su grupa. Con las manos agarradas a los bordes de la mesa, Violette se mordió los labios para no gemir. La mujer estaba azotándola cada vez con mayor dureza. La tierna carne de las nalgas comenzaba a arder bajo los golpes. Lo más doloroso era cuando una de las correas tocaba su entreabierta vulva. Sin embargo, la vagina muy húmeda revelaba su placer. Y no era la única.
Cuando el correctivo cesó, Thérèse sintió que estaba empapada. Sólo tenía un deseo: gozar lo antes posible. Incapaz ahora de controlar su deseo, fue a sentarse en una especie de sofá arremangándose el vestido, bajo el que sólo llevaba unas medias. Al incorporarse, Violette dio un respingo al descubrir a su patrona tan lascivamente exhibida. La vulva, gruesa y roja, abierta de par en par, se ofrecía entre una mata de vello castaño claro. Violette nunca hubiera imaginado que un sexo de mujer pudiera tener aquel aspecto casi animal.
Tuvo que arrodillarse ante su patrona que se abría un poco más el coño con dos dedos. Apenas necesitó recibir órdenes pues, a pesar de su experiencia, sabía lo que quedaba por hacer. Cierto es que era sólo la segunda vez que practicaba aquel tipo de placer. Inclinó el rostro hacia el sexo que exhalaba un olor fuerte y almizclado. La mujer jadeó suspirando cuando la lengua penetró en su cálida y húmeda muesca. Empeñada en satisfacer a Thérèse, Violette experimentaba curiosas sensaciones. Aunque algo asqueada por aquella vulva, tan distinta a la de su hermana, sentía un real placer. La sorprendía sobre todo el tamaño del clítoris que acariciaba con la punta de su lengua. La mujer agitaba el vientre jadeando. Gozó, regando la boca de su joven mamona con una copiosa descarga de miel.
Como si hubiera recordado su papel, Thérèse puso orden en sus ropas, recuperando un aspecto autoritario. Metió de nuevo una mano bajo las faldas de Violette, que se había puesto de pie. Metió un dedo, a través de los calzones, en la húmeda vagina. Violette se arqueó cuando el índice cosquilleó su hinchado clítoris.
—Creo que eres una viciosilla que oculta muy bien su juego —le dijo acelerando los movimientos de su dedo en la raja que se contraía convulsivamente.
Inclinada hacia atrás, con las manos posadas en los bordes de la mesa, Violette fue arrastrada por un violento orgasmo. Bastante confusa, se arregló la ropa ante la mirada brillante de su patrona.
—Puedes marcharte —le dijo simplemente Thérèse, como si nada extraño hubiera ocurrido entre ambas.
Terminado el trabajo, Julie, que había ido a reunirse con Violette en su taller, supo que ésta había sido castigada por su patrona. Salió de la tienda para aguardarla en el bulevar.
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Dos Hijas Ninfómanas
RomansaNinon, dueña de un café parisino, tiene una fantasía oculta que invade cada noche el calor de su alcoba: la belleza adolescente de sus hijas, Rose y Violette, despierta en ella un insoportable deseo sexual Ninfómania: Obsesión con pensamientos o com...