Mi jefe:Un encantador arrogante.

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Portland se había mantenido libre de emociones hasta que llegó el día quince del mes de abril: Ese día en que Alan Washton llegó a nuestro pueblo llovió tanto como el día de hoy. Aún recuerdo la sonrisa arrogante que resplandecía en su rostro.

Para qué negarlo, encantos tenía, pero no encantos que me hicieran flipar como a la mayoría de las ingenuas mujeres de alrededor; que de tan solo ver una nueva belleza masculina doblar la esquina del frente, dan brincos hasta allá y fingen un encuentro casual.

—¿Has venido sola, belleza?—recuerdo me preguntó. Usaba una chaqueta marrón oscura y unos vaqueros ajustados a juego.

Yo había ido a festejar al club con varias de mis amigas el haber sido aceptada para el puesto de secretaria en una compañía que se instalaba en el lugar. Al llegar, terminé bebiendo sola, en una mesa vacía, tan aburrida y simple como los tragos que se deslizaban por mi garganta calientes y cortantes. No estaba de ánimos, y vamos, tenía que saltar aquel hombre.

Recuerdo no haber respondido, todo lo que salió de mi boca fue un gran chorro de vómito que dió justo en el blanco: Sus vaqueros.

Reí incómoda y terminé por desmayarme sobre la mesa jugando con sus dedos.

Pero aún no fue allí cuando todo comenzó.
Las cosas empeoraron el lunes veinte, justo a cinco días de que hubiese llegado. El mismo día que comenzaba en mi nuevo empleo a tiempo completo, cuando terminé con la mandíbula arrastrando al suelo por la sorpresa: Alan Washton sería mi jefe.

Menuda forma de pasar cada día de mi vida laboral. A ese paso suponía que terminaría limpiando cada mísera gota de agua que cayera de su botella al beberla, u ordenando cada archivo,  registro u otro que se pasase por su cabeza estaba fuera de lugar. Terminaría como una mujer sin vida propia aguantado las quejas y reclamos desde su jefe.

Poco a poco comencé a saber sus horarios, donde iba, con quién se reunía, sabía todo sobre él. Debía verlo asomarse en las ventanas del claro cristal de su oficina a mirar alrededor cómo todos trabajaban mientras disfrutaba de su humeante mate. Su aire de arrogancia y prepotencia se instalaba en cualquier parte donde llegaran sus pasos.

Solo que este día, la línea que divide nuestra relación laboral tomó una curva para nada agradable.

—¡Spark!—había gritado desde su oficina. Supongo todas las piedras y baldosas de la compañía supieron que había sido aclamada por el jefe.

Me levanté de mi escritorio y caminé hasta la puerta llamando tres veces antes de entrar.

—¿Me llamó otra vez, señor Washton?—dije, una sonrisa inocente se formó en sus labios.

—Hay un lugar al que necesito ir, y quiero que vengas conmigo—comentó tendiéndome una tarjeta de algún club nocturno de la zona.
Ni siquiera extendí mi mano a alcanzarla, solo subí mi vista a sus ojos.

—Lo lamento Señor Washton, pero es mi deber rechazar su invitación.

—¿Rechazar?—soltó sarcástico—¡Soy Alan Washton! No puedes rechazarme.

—Sí, si puedo. Por favor no confunda lo laboral con lo personal.

—Estás consciente de que puedo despedirte por esto, Emma—dijo—. ¿Te atreves a rechazar a Alan Washton? Pues he aquí las consecuencias, a fin de cuentas solo eres una chica de Portland con una vida insípida—enciende su ordenador y teclea en él la clave para entrar.

La ira subió a mi cabeza, se me estaban calentado los pensamientos, y no para bien. Golpeé la mesa con mis puños cerrados provocando un gran sonido estremecer la maravilla de pino pulido sobre la cual se mantenía apoyado al igual que un salto por parte de Alan.

—Cuide su boca, Alan Washton.

—¿Qué podrías hacer, chica de pueblo?. Sal de mi compañía ahora—demandó.

Los demás empleados veían a través de la puerta la cual cometí el error de dejar abierta. Se escuchaba el cuchichear de las compañeras que decían ser mis amigas, bando de vendidas, cambian una amistad por unos cuartos de facciones bonitas.

—No hace falta que me despida—planteé—, yo renuncio.

Me dí media vuelta sobre mis talones encarando los varios pares de ojos que permanecían sobre mí. Una risa sarcástica se escuchó desde detrás y sentí como el asiento donde se sentaba quien antes era mi jefe se arrastró:

—Cuidado con lo que dices Emma, podrías terminar sin empleo por el resto de tu vida. ¡Incluso pudieras comenzar a venderte por dinero!—gritó a mis espaldas.

Respiré profundo, me agaché alcanzando mis tenis converse y quité uno de ellos para arremeterlo hacia su dirección.

—¡Alan Washton eres un maldito arrogante!

—¿Lo dice una chica de pueblo?

—Lo dice Emma Spark, una chica de la ciudad de Portland. ¡No necesito de tí, Alan Washton! No necesito tus encantos, ni tu trabajo, ni tu compañía.¡No necesito nada de tí!—grité eufórica, mis cabellos se menearon revolviéndose en mi cabellera.

Y así, con la dignidad destruída, despeinada y con un zapato de menos le grité a todo pulmón que no lo necesitaba, antes muerta que suplicando.

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