Capítulo II: El uso inteligente del fuego. Sotar el Primero.

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El campamento donde Calumaz vivía, se encontraba enclavado en una especie de depresión en el terreno al pie de la colina de donde acababa de salir. Antaño había sido escogido ese lugar porque la depresión lo ocultaba completamente de vista desde la llanura y quien pasara por ella solo vería la colina. El Valle tranquilo se encontraba al oeste de esta depresión, al norte se extendía el bosque a unos cuantos pasos y para el sur y este solo llanura.
Calumaz llegó y pasó por entre las chozas que servían de vivienda a las familias. Estas se conformaban en su mayoría de rusticas cabañas hechas de troncos y ramas. Algunas estaban elaboradas con los huesos de los enormes costillares de los gotares y estaban forradas de la piel de estos animales. Los interiores de las cabañas de madera también tenían algunas de esas pieles y Calumaz sabía que cuando llega el invierno y el suelo se cubre de nieve, las pieles los protegen del frío. Las chozas no tenían una organización espacial específica dentro el campamento, de hecho, estaban diseminadas al azar. Sin embargo, entre las chozas había un claro donde en un montoncito de ramas y yesca crepitaba un fuego.
Como todos los de la tribu, Calumaz conocía la antigua historia de Sotar el Primero. Este sin duda era un ícono dentro de su tribu pues se contaba que había dominado el fuego. ¿Cómo lo hizo?
Contaba la historia que Sotar se encontraba de cacería con otros cazadores y guerreros de la tribu. Acechaban a un gotar que habían logrado herir. El animal contaba ya con cuatro lanzas clavadas en el cuerpo, dos en el cuarto trasero izquierdo, una en el delantero y una en el frente de la pata derecha delantera que el propio Sotar había logrado clavar al cometer la imprudencia de colocarse de frente al gotar cuando este había parado su loca carrera. Pero el animal pronto había vuelto a echar a correr. La tierra temblaba con cada paso de ese gigantesco volumen y detrás se observaba un rastro enorme de sangre, cada gota era del tamaño de una mano humana.
La condenada bola de carne no parecía cansarse y continuaba corriendo, a Sotar y sus compañeros se les estaba haciendo difícil seguirle detrás. Había que darle un golpe definitivo, ya en el vientre, ya en la trompa. El animal se aproximaba la base de un desfiladero, tal vez pensando que había refugio ahí. Sotar maldijo, si hubiera guerreros que lanzaran rocas desde lo alto del desfiladero el gotar ya era de ellos. Pero ellos eran solo cinco. El gotar fácilmente podría salir si quisiera de ese cerco. El gotar ya había llegado a la base y barritaba furioso cojeando. Sotar y el resto se acercaron.

- ¡Está débil! –gritó uno de los cazadores corriendo hacia el monstruo con la lanza en alto.
- ¡No, alto! - había gritado Sotar… Muy tarde, el animal giró para hacerle frente y se elevó sobre sus patas traseras y agitaba en el aire las delanteras. El hombre movía la lanza de un lado a otro frente al gotar buscando un punto donde herirlo. Un poderoso estruendo sacudió la tierra… Sotar y los otros tres cayeron suelo de bruces. Se oyó un fuerte crujido, como de algo frágil que se fractura y seguidamente uno de como melcocha. Sotar levantó la vista mientras se incorporaba y lo que vio lo horrorizó. EL gotar había aplastado a su compañero. Lo había pisoteado como una simple fruta madura que se aplasta con el pie. No había quedado nada de su antiguo acompañante. El gotar se sacudió las patas delanteras llenas de sangre, piel, huesos y sesos humanos y siguió bramando furioso al pie del desfiladero.
Cuentan los ancianos que recuerdan la historia que a Sotar el Primero y los cazadores, ver a su compañero reducido a poco más que nada se les encendió la sangre y los hizo rabiar. Perdiendo toda lógica se abalanzaron al monstruo que barritó aún más fuerte y comenzó a sacudir la cabeza de un lado a otro. El gotar, con los diminutos ojos inyectados en sangre amenazaba con ensartarlos con los colmillos. A cuatro metros del poderoso pararon en seco los hombres agitando furiosos las lanzas, cuando un trueno se escuchó a lo lejos. Sotar no le prestó importancia. El cielo se había ido oscureciendo, pero era normal. Era ya casi tarde y si Sotar no conseguía matar al animal lo perderían porque debían volver a la seguridad del campamento antes de la noche.
Otro trueno resonó, esta vez más cerca, y Sotar instintivamente se agitó nervioso. Sabía por experiencia que a veces los relámpagos al impactar con el suelo provocaban fuego. El fuego era lo más peligroso que había y todas las bestias le temían y se espantaban, incluido el gotar… ¡el gotar!... la idea le vino de repente.
- ¡No lo dejen salir del desfiladero! ¡acosadlo todo lo que podáis! –le gritó Sotar a los cazadores y estos continuaron mortificando al animal. Entre tanto corrió hacia lo que había visto hace poco, justo lo que esperaba, ¡un fuego! Se acercó cautelosamente, el calor y la brillantez de las llamas aumentaban a cada paso que daba. Agarró una rama del suelo y robó una lengua a las llamas. Con la tea ardiendo en las manos volvió corriendo al desfiladero. A treinta metros vio como el enorme animal salía del desfiladero cojeando y bramando más que nunca mientras agitaba un bulto en una de las patas traseras que le colgaba y lo llevaba a rastras.
Sotar vio que era uno de sus compañeros. Había logrado clavar una lanza en una de las patas traseras, justo en la coyuntura de la rodilla y agarrado como estaba a la lanza daba tumbos y se magullaba por el suelo.
Se cuenta, y Calumaz estaba seguro, de que Sotar sabía desde el principio lo que debía hacer. Corriendo como loco a la derecha del gotar bajó la tea e hizo que la yerba seca prendiera. Y trazando un semicírculo por delante del gotar hizo un arco de fuego. Recorrió con la tea por detrás del gotar y gritó a su compañero que soltara la lanza. El gotar había quedado atrapado en un círculo de fuego. Los cazadores estaban impresionados, y miraban boquiabiertos a Sotar, pues nadie nunca había pensado siquiera utilizar el fuego de ese modo. Siempre lo trataban con respeto y aprovechaban estos incendios para tomarlo, llevarlo a la tribu y tratar de mantenerlo vivo la mayor cantidad de días posible e incluso compartirlo con los otros miembros de la tribu para que cada cual tuviera su pedacito de fuego. Pero el fuego es incontrolable e impredecible, y cuantas veces no se ha dado el caso de que una tea encendida mal usada ha quemado una choza.
Calumaz siguió recordando la historia. El círculo de fuego se fue estrechando cada vez más, otros relámpagos sonaban a la distancia y era casi de noche.  El gotar no hacía más que bramar del dolor tan grande que sentía y aún más ahora debido al calor. Una lengua de llamas alcanzó la punta de la trompa. El berrido fue tan grande que Sotar y los cazadores se taparon los oídos. El animal ciego de dolor levantó la trompa y se irguió en sus patas traseras…
- ¡Ahora! – gritó Sotar y tres lanzas volaron por los aires. Ninguna falló. Herido en el pecho, el vientre y la trompa, el enorme animal de cuatro metros y medio vaciló… y cayó, haciendo un estruendo al impactar su gran cuerpo al suelo. Las llamas se acercaron al gotar, pero por fortuna y providencia comenzó a llover y el fuego se fue apagando poco a poco. Sotar trepó a la cabezota del animal y clavó una lanza en uno de los ojos. Un temblor y una ligera sacudida fue toda la respuesta del moribundo animal. El poderoso gotar estaba vencido.
La historia de Sotar y la manera de cómo había utilizado el fuego se fue propagando de boca en boca y de abuelos a nietos. La valentía de Sotar al utilizar el fuego de ese modo le valió el nombre de El Primero. A partir de ese entonces los miembros de la tribu le habían perdido el miedo al fuego y habían aprendido a cómo manejarlo de forma hábil y segura. Ahora les servía para calentarse, para ahuyentar los animales, para alumbrarse por las noches, para cocinar los alimentos y por supuesto, para cercar animales de cuatro metros de altura.
Calumaz llegó por fin al claro entre las chozas donde estaba situado el fuego. Detrás de este se hallaba una cabaña de troncos de madera combinada con huesos y colmillos de gotar de más del doble de tamaño que el resto. Era la vivienda de Naros el Poderoso, allí vivían él y sus 8 mujeres. La enorme choza servía también de almacén de la tribu y era una manera de Naros de controlar los víveres y objetos. Alrededor del fuego, de espaldas a la gran choza se encontraba sentado en una alfombra de piel de gotar Naros el Poderoso. A su derecha se encontraba Kúsar, la mano derecha de Naros y segundo jefe guerrero. A la izquierda Sombarel, el brujo-chamán-curandero-espiritual-palero-herbolario de la tribu. El resto de los miembros se conformaban por los guerreros más destacados y cada padre de familia o hijo varón. Calumaz llegó y todos se quedaron callados mirándolo.
-Toma asiento con tu tribu Calumaz, eres un miembro valioso –le dijo Naros y su voz sobresalió por encima del claro. Una voz grave y fuerte. Calumaz frunció el ceño y se sentó.

Calumaz. El Rey de los Huesos RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora