Capítulo 5

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—No, no, no, no, no, no, no, no, no, ¡NO!

Mi vista se nubló, mi garganta se cerró y, probablemente, el aire no estaba entrando en mis pulmones. Anna agarró mi brazo con fuerza y me miró con una expresión de estupor que supuse que iba a juego con la mía.

—Kristoff... tu madre y la mía... eran hermanas... ¿Entiendes lo que quiere decir eso?

No contesté. No podía. No podía aceptarlo. Ni ahora, ni en un millón de años. ¿Por qué la vida jugaba así conmigo? Entonces, la expresión de Anna se iluminó de repente y el estupor se tornó entusiasmo.

—¡Kristoff! ¡¡¡Somos primos!!!

"Lo ha dicho. Lo ha dicho en voz alta. No lo he soñado, no puedo hacer como que no existe, no puedo olvidarlo y pasar página."

—¡Es fantástico!

—¿Perdona?

Definitivamente, ya no entendía nada.

—¿No te parece maravilloso? ¡Siempre hemos sido familia! ¡Siempre hemos estado unidos sin saberlo! ¡Es como el destino!

No me quedaba claro si yo no la estaba entendiendo a ella, si ella no estaba entendiendo la situación o si le daba igual lo que pasase con nosotros, pero el peso en mi pecho, la rabia en mis venas y la desesperación en mis tripas, me hicieron reaccionar por fin.

—¡¿Me hablas en serio?! ¡¿Qué es lo que te parece tan maravilloso de esto?! ¡No es así como quiero convertirme en tu familia! ¡No quiero ser tu primo, quiero ser tu marido!

La mirada de Anna se fijó en la mía con un aire de incomprensión que hizo que empezase a entender cuál de las tres opciones que me había planteado era la correcta.

—¿Y dónde está el problema? Serás mi marido igualmente. No es que haya ninguna ley que impida que los primos se casen ni nada por el estilo.

Me lo temía...

—Es más. Entre la monarquía pasa constantemente.

—No estás hablando en serio...

Su mano soltó lentamente mi brazo y sus ojos comenzaron a reflejar un temor que me hizo sentir dolorosamente comprendido.

—¿Ya no te quieres casar conmigo?

No supe qué contestar. ¡Por supuesto que quería! Quería hacer como que todo aquello no había ocurrido, volver a Arendelle, casarme con ella y no pensar en nada más más que en sentirla entre mis brazos cada día y cada noche durante el resto de nuestras vidas. Pero no podía hacerle eso. No a ella.

—Anna...

—No me gusta ese Anna. ¿De verdad es tan importante para ti que seamos primos? ¡Eso no cambia quienes somos! ¿Es que no me quieres lo suficiente como para pasar por encima de eso?

Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y sentí cómo lo que me quedaba de alma se partía en mil pedazos.

—Precisamente porque te quiero más de lo que pensé que podía llegar a querer, no puedo casarme contigo.

Su rostro palideció repentinamente y explotó contra mí gritando a pleno pulmón. Probablemente era lo que merecía, lo que deseaba, lo único que podría hacerme sentir que pagaba por hacerle daño.

—¡¡¡No te entiendo!!! ¡No te creo! ¡¿Sólo no pretendes casarte conmigo o directamente me estás dejando?!

—No... ¡No lo sé! ¡No puedo pensar!

Ojalá el bofetón con el que me cruzó la cara hubiese servido para redimirme. Froté mi mejilla sintiendo las punzadas que me daba y tratando de conservar, a la vez, el recuerdo de su tacto sobre mi piel.

—Anna... si me quedo contigo, no podrás ser madre.

Su ira pareció apaciguarse levemente dando lugar de nuevo al desconcierto.

—¿De qué hablas? Claro que podría. No sería la primera mujer que tiene hijos de un pariente. De hecho, en los casos que conozco, han tenido muchos, muchísimos hijos.

—Y, ¿cuántos de ellos han sobrevivido? ¿Cuántos arrastran terribles enfermedades tanto físicas como mentales?

—Pues ahora que lo dices, tuvieron bastante mala suerte...

—¿Suerte? No es una cuestión de suerte, Anna. Ata cabos. Normalmente, cuando un niño muere se debe a un accidente, o a la inanición, o a una infección, no suelen sufrir todo ese tipo de destinos fatales que la realeza colecciona.

—¿Qué?

Su voz salía ya como un pequeño hilo que dejaba claro que por fin iba comprendiendo la situación.

—Siempre has deseado ser madre, y yo no te voy a negar esa posibilidad. Pero no te daré hijos. Nunca. No estoy dispuesto a hacerles pasar por eso ni a ellos ni a ti. Así que, o te buscas a otro para engendrarlos, o... —fueron mis lágrimas las que se desbordaron entonces—, no me quedará más remedio que salir de tu vida.

—No creí que fueses tan estúpido.

Con la mirada plenamente recargada de ira, Ana se volteó hacia la salida y se fue con paso fuerte y decidido de la sala. Pensé en seguirla, en arrastrarme a sus pies y suplicarle que se quedase conmigo, pero había perdido ese derecho. Lo único que quedó en mí de mi amada Anna antes de salir lúgubre, torpe y pesado de aquel odioso glaciar, fue, de nuevo, el hielo en su mirada.

Las cosas que importanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora