La curiosidad mató al gato 4

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Desperté bien entrada la mañana con un terrible dolor de cabeza y aún algo desorientado. Me arrastré hasta la cocina, pateando la alfombra del pasillo a mi paso, con la boca seca y sintiéndome como si hubiesen extraído de mi cuerpo hasta la última gota de humedad. Bebí con ansia varios vasos de agua, hasta que un dolor agudo en el interior del labio inferior me hizo estremecer. Me toqué la zona con la lengua con extremo cuidado para encontrarme con el fuerte sabor ferroso de la sangre seca y todos los recuerdos de la noche agolpándose en mi mente.

Mi siguiente destino fue el cuarto de baño donde, sin una mísera mirada a mi reflejo, me desnudé torpemente, dejando caer la ropa de la noche anterior en un descuidado montón en el suelo, y me deslicé bajo el agua tibia de la ducha. Me situé justo debajo del chorro, de modo que embotase todos mis sentidos. Solo podía oír el sonido del agua caer y golpear contra la blanca cerámica; la sensación de los chorros chocando y deslizándose por mi piel, el sabor insípido de las gotas que se arrastraban por mis labios... Concentrándome en esas sensaciones, respiré calmadamente y me visualicé en ese mismo instante, y entonces saqué todos mis pensamientos, mis deseos y miedos y dejé que el agua los arrastrase a su paso, escurriéndose en torrentes hasta desaparecer por el desagüe.

Tras cerrar el grifo tomé una toalla de forma automática, con la que me quité un poco la humedad tanto del pelo como del cuerpo, para anudarla a mi cintura después mientras me paraba frente al lavabo. El vapor del agua había empañado el cristal creando el efecto de una densa niebla que bloqueaba mi reflejo. Alcé la mano y, con dos amplios movimientos, limpié parte de la superficie, dejando por fin a la vista mi imagen.

Mi reflejo en el espejo me devolvió una mirada fría y decidida, la mirada serena de una persona que sabe cuál es su lugar y lo que debe hacer a continuación.

—Por mucho que me pese el trabajo es lo primero —le dije a mi doble. Me devolvió una pobre sonrisa de resignación.

*

Pasé el resto de la semana sin salir de mi apartamento, acompañado por el sonido de la eterna lluvia de fondo, poniéndome al día con diferentes encargos, recogiendo información o planificando futuros trabajos. Volver a la rutina era lo mejor, y poco a poco mi cuerpo (y mi mente) lo agradecieron.

Había seguido con su caso, por supuesto. Teniendo todos los datos que necesitaba no me había llevado más que dos tardes crear un sencillo plan. E incluso un plan B y C por si el principal se torcía en algún momento. Era un trabajo fácil, siempre lo había sido (todos los días suceden accidentes) y su ejecución no representaba ninguna dificultad. Pero eso no evitaba que, en las horas más tardías, en esos momentos de la noche en los que la mente vaga libremente por los escenarios más variopintos y ocultos de nuestro subconsciente, su imagen acudiese a mí.

Y esta noche no iba a ser la excepción. Diferentes escenas y situaciones empezaron a agolparse en mi cabeza al poco de recostarme en mi chéster  y tras solo un par de tragos de vino. Me di el capricho de dejar mi imaginación volar libre durante un tiempo. Mi mente racional agradecía estos descansos. No pensar, simplemente dejarse llevar, al igual que te dejas llevar cuando flotas en el agua en un día de playa sereno y soleado. Pero la mente, como el mar, puede ser traicionera, y en cuestión de segundos uno puede pasar de sentirse en calma y seguro a verse arrastrado por la corriente en contra de su voluntad. Había trazado concienzudamente el límite. Y cuando llegaba a ese punto, el punto de las preguntas, de los '¿Y sí...?' («¿Y si no hubiese salido huyendo de ese cuarto de baño? ¿Y si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias?») detenía mis pensamientos de golpe, antes de que se desbordasen y me arrastrasen con ellos mar adentro.

Volví poco a poco a mi salón medio en penumbra, siendo consciente de repente de que mi boca estaba seca y mi copa vacía. Con un largo quejido me estiré en el sofá, como un gato perezoso que se levanta de su merecida siesta. Dejé la copa en la mesa junto a la botella de vino tinto vacía mientras comprobaba la hora en el móvil. Aún no era tarde. Estaba a tiempo de bajar a comprar más vino y de paso algo de cena. Me puse veloz un par de gastadas zapatillas, el abrigo de lana y rescaté el paraguas del aseo de invitados donde había sido abandonado hacía días para que se secase tras la última incursión al súper. Cogí el tabaco de la encimera de la cocina y, tropezando con una esquina de la alfombra y desplazándola unos centímetros, la cartera y las llaves del mueble de la entrada y bajé animado las escaleras de dos en dos.

La curiosidad mató al gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora