Capítulo IV: El traidor de medianoche.

12 7 0
                                    

Los hombres-bestias rugieron y Calumaz los miró con expresión de asco.  No todos tenían un pelaje enteramente negro, algunos tenían un tono gris oscuro y otros colores marrones. Los colmillos de estos eran más grandes que los de los hombres.
“Horribles bestias” se dijo Calumaz desde lo alto. Los hombres-bestias gruñeron y comenzaron a saltar de nuevo agitando los garrotes en las manos. Pero por mucho que saltaran no podían alcanzar a Calumaz. Este se hallaba trepado en el techo de la gran choza de Naros el Poderoso y miraba desde arriba a varios de estos seres que se afanaban por darle caza.
El sol se había ido ocultando y las sombras anunciaban el dominio de la luna sobre el Valle Tranquilo. La batalla había terminado con una completa victoria de los animales peludos similares a los ágiles goríes. Durante ella Calumaz había logrado reunir un grupo de cuatro guerreros y juntos atacaban y reducían a cuanto hombre-bestia se le colocara delante. Pero ante sus ojos atónitos vieron como más atacantes bajaban a toda velocidad por la colina del puesto de guardia. Sus compañeros al ver que serían rodeados y no tenían oportunidad alguna, había corrido despavoridos cada cual, por su lado, solo para caer víctimas de los horribles animales. El mismo Calumaz apenas había logrado escapar trepándose a la única choza que quedaba en pie, la de Naros el Poderoso.
Se hacía de noche. Como podía ser que aquel día que había empezado tan bien, que había realizado una guardia tan tranquila, haya terminado de pronto en total desastre. Calumaz miró a su alrededor. La aldea como la conocía había sido arrasada, no se veía fuego por ningún lado, porque los hombres-bestias no dominaban el fuego y al empezar la batalla Kúsar había apagado el fuego del claro echándole tierra. Volvió a centrar su atención en la aldea destruida. Las chozas habían sido desmanteladas, los huesos de gotares rotos, las pieles desgarradas, los troncos de las cabañas quebrados. Desastre. Una carnicería total. Diseminados por el suelo había multitud de cadáveres. Presentaban las secuelas del horrible combate. Algunos con los miembros seccionados, otros con grandes moratones impresos en los lugares de la piel donde había golpeado el garrote. Enormes charcos y ríos de sangre regados por el suelo, cabezas aplastadas. Calumaz se hallaba asustado, nunca había visto semejante escena.
No sabía qué hacer. Se sentía confundido e indefenso ante esa situación sin precedentes. Calumaz era valiente, había enfrentado a un gotar solo y había logrado huir de un encuentro con los boars, y eso era algo notable considerando que solo tenía veinte tiempos fríos. Pero esto era inconcebible, simplemente no podría haber pasado.
Con la última luz del sol, Calumaz volvió a mirar a los cadáveres, y curiosamente notó que solo había cadáveres de hombres y niños varones. “¿Dónde están las mujeres y las niñas?” Se preguntó Calumaz. Los hombres-bestias desistieron de su intento de ganar el techo de la cabaña de cinco metros de altura. Pero se quedaron al pie de esta, lanzando mordidas y garrotazos al aire y fulminándolo con la mirada. Por los restos del campamento vagaban los otros seres peludos, registrando los despojos de las chozas o, horrible cosa, algunos inclinados arrancándoles trozos de carne a los restos humanos. Quizá había unos sesenta o setenta animales de estos. Algunos parecían estar heridos y había bajas en el suelo, aquellos, que los guerreros habían logrado abatir. Frente al claro y detrás del fuego se hallaban los cadáveres de Kúsar y el hombre-bestia, uno debajo del otro. Aun así, el ataque había sido demasiado sorpresivo e inesperado de lo que cabría esperar de esas bestias. Si se hubieran tenido que enfrentar con los treinta y uno iniciales tal vez hubiera habido una posibilidad de victoria a costa de muchas bajas. Pero no esperaron que recibieran refuerzos. ¿De dónde habían venido tantos hombres-bestias juntos? ¿Qué los motivó atacar de ese modo? Estas preguntan consumían la mente de Calumaz.
La noche se cernió sobre el campamento y las sombras se confundieron con el pelaje de los hombres-bestias. Calumaz sintió frío y arrancó un trozo de piel de gotar del techo para cubrirse el torso desnudo. Ahora no los podía ver, pero sabían que estaban allí por los gruñidos que lanzaban a cada rato. Sintió terror como nunca en su vida había sentido. Estaba solo, solo ante las furias desatadas en la tierra y todo era oscuridad. Calumaz maldijo por primera vez al cielo. 
Pero el cielo no fue desdeñoso con él. Pasado un tiempo salió la luna y Calumaz se sintió reconfortado con su luz que bañó todo el claro. El cielo desplegaba su imponente obra de teatro y las estrellas fulgían su luz robada al astro solar y se organizaban en grupos dando formas que asombraban a Calumaz. Asomó la cabeza por el borde del techo de la cabaña y se topó con 8 peludas bestias que montaban guardia bajo el. Los hombres-bestias estaban sentados al pie de la choza y si Calumaz se había fijado bien, notó que estaban durmiendo o al menos somnolientos. Se volvió arrastrar al centro de la choza, tenía que meditar que hacer porque no podía seguir toda la vida encima de la choza y tarde o temprano los hombres-bestias o derribarían la choza o se irían. Esto último podría alargase durante muchos días y Calumaz no sabría si podría resistir.
Calumaz analizó en su mente; tenía dos posibilidades: o quedarse y esperar que los hombres-bestias se marcharan cosa que no veía muy viable, o arriesgarse a bajar al suelo y tratar de ganar el Bosque de las Hojas y perder allí a los hombres-bestias que pudieran seguirlo. El problema era que no tendría con que defenderse porque en la carrera por ganar la cabaña de Naros y trepar había soltado la lanza. Ahora se encontraba indefenso. Y para adentrarse en el bosque sin medio alguno de defensa más le valía dar una patada a una cría de boar delante de la madre. Pero había que hacerlo. Calumaz pensó. El truco consistiría en bajar los más silenciosamente al costado de la cabaña y una vez en el suelo lanzarse a correr directo al bosque y seguir corriendo hasta haberse alejado lo suficiente. Luego trepar un árbol y esperar el día. Si algún hombre-bestia lo descubría y tratara de darle alcance, tendría que correr el doble de rápido y y aun así dudaba que pudiera escapar de estas criaturas que podían correr más que un humano. El sigilo era importante en esta operación. Calumaz pensó que debía esperar a que la luna estuviera a mitad de su recorrido, a medianoche, para efectuar su plan cuando los hombres-bestias estuvieran durmiendo. Se arremolinó como pudo en el centro de la choza y esperó.

Calumaz. El Rey de los Huesos RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora