Aires de Cambios

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La creciente atracción entre la princesa Ágatha y el guerrero Leonardo se fue tornando en algo más.

Una tarde, ella estaba sentada en una colina cercana a los alrededores del castillo, a diferencia de su madre y hermano, ella no era gustosa de compartir con los aldeanos.

Allí esperaba a que Leonardo llegara. Lo había mantenido a raya hasta cierto punto de sus sentimientos, pero, ella era una mujer hermosa y él prometía amarla. Algo bueno había en ese sentimiento. A veces ella misma se sorprendía al capturarse pensando en él y una sonrisa se dibujaba en sus labios.

Ágatha intuía que lo bueno para ella no sería eterno, después de todo, había hecho algo terrible y el odio hacia su hermano era cada vez más creciente. Viviría su extraña historia con Leonardo.

El joven llegó vestido con su uniforme de armadura y capa, se sentó a su lado y le obsequió unas flores.
—Nada se compara a tu belleza y a tu aroma princesa– pero he hallado algo que apenas podría compararse contigo.
—Gracias, esto es mucho más de lo que esperaba– dijo la princesa al sonrojarse y al mirar al apuesto muchacho lo besó y uno de sus brazos se aferró al cuello del hombre del cual se había enamorado. Aquel sentimiento la había desviado de su plan.

Con el transcurso de los años, el príncipe Abelardo estaba entusiasmado con lo que iba a ser la celebración de su cumpleaños número quince. Faltaba poco para asumir el rol que su padre le había heredado: ser rey.

El joven se había dado un estirón y sus rasgos físicos estaban dejando atrás al niño que jugaba con Helena o escuchaba historias en la plaza con los demás niños, su semblante era más maduro.

El muchacho había ido al pueblo para visitar a Helena; era de especial interés hacerle saber algo a la doncella antes de la fiesta. Pasó un largo rato para que pudiese dar con su paradero.

La chica estaba vendiendo en la plaza panecillos recién horneados al momento en que ella vió a Abelardo aproximarse en su caballo.

—Buenas tardes joven príncipe. Felicidades por su cumpleaños– dijeron algunos pobladores y el muchacho les agradeció el gesto.
—¿Todo listo para la fiesta?– le preguntó Helena, pero Abelardo sólo la contempló embobado.
—Luces hermosa ¿Lo sabías?
—¿Hermosa con varias cestas de pan? Creo que tu visión comienza a fallar apuesto príncipe. Ojalá y no sea por su cumpleaños– contestó risueña Helena, quien era ahora una linda doncella. Su cabellera castaña espesa y abundante, peinada con unas flores entrelazadas. Su piel era suave y delicada.

—Amaneciste de buen humor. Eso es ventajoso para mí– contestó Abelardo con una sonrisa.
—¿Por qué lo dices?– la curiosidad de Helena se reflejó, pero, varios pobladores se acercaron a ella para comprar pan y el príncipe se despidió. No sin antes recordarle que la esperaría en el castillo.

Mientras tanto, Ágatha y la reina Yolanda hablaban a solas en uno de los salones del castillo– madre solo te pido la oportunidad de ser yo la reina. Mi hermano es muy joven aún. Tampoco conoce todo lo que yo sí, a pesar de su esfuerzo.
—Lo siento hija, no puedo ir en contra de la voluntad de tu padre– le dijo la reina con afecto y esperando compresión de parte de su hija añadió– es cierto que tu hermano es joven e inexperto; pero, también se ha esforzado mucho los últimos años preparándose y lo sabes.

La reina se encerró en su habitación para vestirse con motivo de la celebración, desde que murió su amado, no se había hecho ninguna festividad; sin embargo, su hijo cumplía años y en poco tiempo tomaría las riendas del trono.

Luego de la muerte del rey Ulrico, ella había tomado medidas para cuidar de su hijo y el hecho de que estuviese vivo aún, era buena señal– ese veneno era para ti hijo mío, pensaba Yolanda– solo que tu padre recibió ese mortal destino.

La Reina de la Magia OscuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora