Capítulo V: Namira.

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// Todo era oscuridad y confusión. Un sonido sordo y acompasado se escuchaba a lo lejos, como si fueran pasos. “¡Calumaz, Calumaz!” Sentía que una voz distante lo llamaba, pero no podía ubicar donde era precisamente. “¡No te separes de nosotros… no.…!” Volvió a escuchar la voz de mujer. ¿Quién era? Calumaz no lo recordaba. Las pisadas se acercaban pesadamente, la tierra temblaba debajo, los pájaros aullaban. “¡Tómalo y corre!” se oyó decir a un hombre … Se acercaban los pasos, un rugido se escuchó. “¡No! No te voy a dejar…” se le oyó decir a la misma mujer con voz angustiosa y una masa gigante que tapó el sol surgió, expandiendo su sombra. El grandioso ser volvió a rugir… un alarido estruendoso que penetraba los huesos. “¡Ahora!” “Corran…. corran…” se hacía débil la voz del hombre… “corran...  corr.. co… ….”. Calumaz sintió como agarraban su mano y tiraban de él haciendo correr sus cortas piernitas. Tropezó. El suelo se elevó a toda prisa y volvió la oscuridad. //

Calumaz abrió los ojos asustado y la luz dorada del sol lo deslumbró. Los volvió a cerrar instintivamente impresionado por el potente brillo. ¿Qué había pasado? ¿Que había sido ese sueño? ¿Por qué esa escena le resultaba familiar?  ¿Quiénes eran ese hombre y esa mujer? ¿Acaso habían sido sus padres? Nunca los había conocido. No sabían quiénes eran. Toda su vida había vivido solo en el campamento. Calumaz intentó incorporarse apoyándose sobre sus manos cuando el suelo debajo de él vaciló y se hundió. Perdió el equilibrio y se dio de narices contra el suelo. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba?
El suelo debajo suyo volvió a temblar. Miró a su alrededor. Estaba encerrado en una especie de choza pequeña hecha con troncos pulidos y robustos. En lo alto del cielo y hacia sus espaldas, brillaba el sol. Debía ser media mañana. Pasándose las manos por su vientre recordó en ese momento que no había comido nada, excepto unas frutas rojas desde que montara guardia en la colina. Rugió su vientre. Necesitaba comer algo…. ¡la colina! ¡el campamento! Y los recuerdos aterrizaron en su mente. La guardia, el sardon misterioso a lo lejos, la reunión, el ataque de los hombres-bestias, la espantosa noche encima de la choza del hombre que odiaba, Naros riéndose de él mientras era arrastrado por el suelo…
Se quiso poner en pie, pero su espalda chocó con el techo. Era tan pequeño el lugar donde estaba que tenía que estar encorvado o sentado. Se volvió a sentar. Le dolía todo el cuerpo por la caída de la noche anterior.  ¿Qué era eso? La distancia entre los troncos que lo apresaban era del tamaño de una mano. No podría atravesarlos para escapar. Pero al mirar se dio cuenta que se estaba moviendo. Pocos árboles, rocas y arbustos pasaban delante de sus ojos lenta y continuamente. ¡Estaba sobre una pequeña choza móvil de madera! Una prisión.
Miró por los bordes y vio dos objetos esféricos parecidos a la luna blanca y a la forma de algunas piedras, frutas y semillas. Los extraños objetos estaban enganchados a la jaula por los costados y giraban sobre sí y hacían que la choza avanzara sobre el camino.
-Ellos le llaman “rueda” -dijo una voz increíblemente tan cerca de Calumaz que este instintivamente se arrimó a un extremo y levantó los brazos apretando los puños. –Es lo que nos trasporta, pues al girar sobre sí misma hace que esta jaula avance.
Calumaz apenas había tenido chance de organizar sus impresiones. Sí claro, había visto el bulto de pieles de gotar y de sardons y de boars y de vaya usted a saber de qué otros animales desconocidos. Pero había supuesto que era solo eso, pieles. Ahora las pieles se sacudían y de unos pliegues surgía la cabeza de una chica.
-Me llamo Namira –le dijo la chica mirándolo.
-Y yo Calumaz -le respondió sorprendido - ¿qué hacemos en esta… jaula? ¿Cómo es que estas aquí? ¿Quién eres?
-Estamos prisioneros, ¿no es obvio? –le respondió Namira. –Hace dos noches dos horribles peludos de esos, de los grandes, no de los bajitos, te trajeron arrastrado y te colocaron en esta jaula junto conmigo. Tenías una herida muy fea en la cara. Aun la tienes.
Calumaz se tocó la cara. En efecto le dolía y la tenía hinchada. Le avergonzó que Namira lo mirara. Estaba todavía con el trozo de piel de gotar que había arrancado de la cabaña de Naros encima y junto con su falda le hacían ver un tanto ridículo. Pero ahora que Namira lo miraba le dio pena quitarse el trozo y descubrir el torso. Calumaz aprovechó para mirarla también a ella. Su pelo muy negro, sucio y revuelto, contrastaba con la blanca piel de su rostro, aunque estaba manchada de suciedad. Sus rasgos eran finos y delicados y sus labios describían una línea perfecta luciendo el rosado pálido. Su nariz era pequeña. Pero lo más impresionante eran sus ojos. No eran ni muy grandes ni muy pequeños, sus pestañas eran largas y las cejas del negro de la medianoche. El color claro de sus ojos le pareció a Calumaz un universo donde podía perderse. Nunca había visto unos ojos así, le recordaba la tranquilidad de las aguas de la Laguna del Pez Gordo. Podría haberse quedado mirando y mirando largo tiempo. Por lo que dedujo de su rostro, ella debía ser fina y estrecha de cuerpo. Si acaso tendría dieciséis o diecisiete tiempos fríos. Pero solo se le veía la cabeza y el cuello, pues estaba envuelta en todas esas pieles que había en la jaula.
Namira se dio cuenta de la mirada de Calumaz y se revolvió incómoda entre las pieles.
-No somos los únicos prisioneros –le dijo –mira, hay más jaulas móviles.
En efecto, delante y detrás se movían jaulas iguales a la que viajaban Calumaz y Namira. Las jaulas estaban tiradas por parejas de sardons y eran guiadas por un hombre cada una. Entre las jaulas viajaban hombres-bestias peludos y bajos que gruñían con sus garrotes a cuesta. Otros hombres humanos también caminaban entre las carretas. Pero vestían diferentes a Calumaz, pues tenían el torso y los brazos cubiertos de una piel, o eso vio Calumaz, fina y ceñida. No usaban la falda que Calumaz estaba acostumbrado a ver sino con un vestido de piel también ajustado a cada pierna, que llegaba a los tobillos. Usaban una cubierta de piel dura para los pies. Las únicas partes del cuerpo que dejaban al descubierto eran las manos y la cabeza. Dentro de las jaulas móviles Calumaz solo vio mujeres y niñas de todas las edades y todas estaban envueltas en las mismas pieles que Namira. Algunas estaban desmayadas y las demás estaban débiles y con el sufrimiento en sus rostros.
- ¿Por qué hay solo mujeres en las jaulas? –le preguntó a Namira. Ella lo miró un momento y luego bajó la vista diciendo:
-Nadie lo sabe. Llegaron hace muchos días y lunas a mi aldea, las de los Omiros, como nos llamamos y atacaron. Los hombres-bestias atacaron primero con sus garrotes. Mi padre, mis hermanos y los guerreros lucharon con sus lanzas y mataron muchos seres inmundos de esos. Cuando parecía que habíamos ganado llegaron los hombres. Nunca habíamos visto hombres como esos. Traían un artefacto llamado “arco”. Una rama grande que se curvaba atada con una tira de piel fina. A esta rama curvada se le colocaba otra rama más pequeña y alargadas que tenían punta y se impulsaba con los brazos. Las ramitas pequeñas volaban por los aires y se clavaban en la piel. Mataron muchos guerreros nuestros Calumaz, incluidos a mi padre y a mis hermanos.
Namira bajó la vista y dejó oír un sollozo. Luego continuó, mirando al suelo.
-Nosotras quisimos huir luego de muertos los hombres, pero nos cazaron y nos apresaron. Nos arrastraron hasta estas jaulas y ninguna de nosotras ha podido volver a salir. ¡Nos hacen cosas horribles! –y volvió a sollozar. Calumaz se llenó de indignidad.
- ¡Hicieron lo mismo con mi aldea! - le dijo con furor –veo a algunas de las mujeres de mi aldea en las jaulas móviles. Ese traidor de Naros va a pagar por todo lo que ha hecho.
- ¿Quién es Naros? –le preguntó Namira levantando la vista y mirando a otra carreta.
Calumaz le contó quien era Naros, pero cuando lo describió físicamente, Namira abrió los ojos llenos de miedo.
-Es él – dijo en voz apenas audible –no puede ser él.
Y se tapó la cara con las dos manos. Pero Calumaz la había escuchado. Hizo ademán de acercase a ella. Pero Namira le gritó de repente:
- ¡No te acerques! Mantente lejos en el otro extremo.
-Está bien, está bien- le dijo Calumaz tratando de calmarla. Al parecer Naros le había hecho algo. –Me voy a quedar aquí sentado.
-Así está mucho mejor- le dijo Namira esquivando la mirada de Calumaz.
Namira se alisó y apartó el pelo de la cara y encogió las rodillas a la altura del pecho debajo de las pieles. Calumaz no le dijo más nada ni la volvió a mirar, a pesar que estaban separados por al menos un metro. Durante el resto del día no se volvieron hablar. Calumaz se concentró en ver el paisaje a su alrededor. Habían dejado atrás el Valle Tranquilo y el paraje por donde transitaban carecía de árboles y bosque por completo. Era una llanura de colores verdes pálidos y tonos marrones. Ocasionalmente entreveía a lo lejos manadas de sardons salvajes y otros animales. Pero al parecer la caravana no estaba interesada en cazarlos. Los gañidos de los hombres-bestias se confundían en el lamento de las mujeres prisioneras y las conversaciones de los hombres que caminaban. No vio a Naros ni a los seis humanos peludos inteligentes.
Cuando el sol estaba en lo alto hizo un alto la caravana. Los hombres-bestias se alejaron con sus garrotes y los hombres se agruparon en un círculo. Eran muchos, tal vez cincuenta o sesenta. Los hombres-bestias eran casi el doble. Tampoco en ese momento vio a Naros y a los seis peludos altos. El que cuidaba los sardons que tiraban de su choza móvil se acercó y dejó dentro de la jaula seis frutas y dos trozos de carne cocinada a fuego. Calumaz tomó su ración y comenzó a comer apuradamente. Pero cuando miró a Namira vio que ella no había tocado su comida.
- ¿Por qué no comes? –le preguntó Calumaz -te debilitaras si no lo haces.
-Porque no tengo deseos- fue la respuesta seca. Y se volvió a hundir en sus pieles.
De verdad algo le sucede a ella, se dijo Calumaz a sus pensamientos como respuesta. Mientras tanto la caravana había continuado su marcha toda la tarde. Comenzaba anochecer. Y Calumaz seguía pensando en ella No es posible que no quiera comer, que se haya comportado de esa manera cuando quise acercarme a ella. ¿Qué le ocurre?, no quiero hacerle daño. Yo quiero… pero el pensamiento se quedó cortado en su mente. De repente Namira se había echado a sus brazos y le abrazaba el cuello firmemente. Calumaz sintió su delicado cuerpo estrechado contra el suyo y un temblor le sacudió la entrepierna involuntariamente durante un instante.
- ¡Namira pero que ocurre! –le preguntó con tono de preocupación - ¿Qué pasa?
- ¡Aléjame de él Calumaz! ¡Que no me toque! ¡Que se vaya! -Namira se aferraba dando gritos con una fuerza inusitada al cuello de Calumaz como si se quisiera fusionar con él.
- ¿Quién te va a tocar Namira? ¿Quién? – le decía desesperado mirando a todos lados. Y lo vio. Fuera de la jaula en el extremo donde unos momentos antes estuvo Namira, se hallaba Naros el Poderoso con los seis humanos-peludos.

Calumaz. El Rey de los Huesos RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora