2. Sin inspiración

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El sonido incansable de las cuchillas sobre el hielo acompañaron con su melodía el momento de descanso que Víctor Nikiforov se había impuesto, aún en contra de las indicaciones de su entrenador, en el Club Sporting Champions en San Petersburgo.

Había patinado poco más de media hora, dando vueltas sin sentido sobre la pista, sin saber verdaderamente qué hacer.

Patinadores junior, ansiosos por demostrar que eran más que simples jóvenes ambiciosos, se daban vueltas sin parar y, de cuando en cuando, saltaban frente a Víctor mostrándole sus mejores saltos y piruetas, deseosos de merecer una mirada de la persona más famosa del lugar, unos segundos de atención del único patinador que había sido capaz de dejar grabado el nombre de Rusia hasta el cansancio en todo el mundo. El único hombre sinónimo de perfección y elegancia sobre el hielo.

El patinador miraba absorto todos los movimientos de los compañeros que tenía al frente, parecía observar con interés sus rutinas mientras sostenía un termo con café caliente en la mano. Sin embargo, aquella mirada estaba totalmente perdida.

Era irónico el hecho de que aquel hombre observara lo que pasaba en el hielo pero no tuviera su mente en aquella fría superficie. Sus pensamientos volaban hacia un momento específico de su vida que había cambiado todo para él. Desde que Víctor había conducido a su hermana menor Irina hacia el altar, dos años atrás, representando a su difunto padre, no había vuelto a mirar el hielo igual.

Irina había sido patinadora como él hasta los veintidós años. Había sido muy buena y entregada al deporte como él. Así como su hermano, había vivido en y para el hielo hasta que, un día, conoció al que después sería su esposo, Sergei Belov, un chef de un restaurante muy aclamado en Moscú.

Cuando Sergei le propuso matrimonio un año después de empezar a salir, Irina renunció al hielo con una facilidad incomprensible para su hermano, casi como si hubiera estado esperando una razón para hacerlo.

En vano trató Victor de convencerla, de decirle que no era necesario dejar una carrera de éxito, que aún podía participar en las olimpíadas y representar a Rusia por muchos años más. Pero eso, en realidad, no le importaba a Irina.

―El hielo no es eterno, Vitya ―le dijo muy segura de sus palabras―. Es un amor no correspondido que no te hará feliz llegando a casa. ¿Te has preguntado quién eres una vez que no estás en él? No todo es patinaje, hay mucho más afuera; piensa bien en lo que el patinaje te brinda fuera del hielo y luego dime si vale la pena sacrificar el amor por él.

Desde ese momento, Víctor había dejado de ver al hielo como antes. Sí, claro que seguía siendo importante, todo lo relacionado al hielo tenía un lugar especial en su vida, pero ya no lo llenaba.

Ese vacío se había convertido en un desgano que escapaba de su control y de un aburrimiento que no se marchaba desde aquella conversación con Irina. Justamente era el vacío que originaba que por momentos se desconectara de la pista y se pusiera a reflexionar sobre lo que le había traído la fama, las medallas de oro y el dinero.

Lamentablemente, terminaba pensando que todo su esfuerzo solo le había traído soledad y tristeza.

―¡Demonios, Víctor! ¿Puedes dejar de ser tan creído y empezar a practicar como todos nosotros, los mortales? ¡Llevas parado una hora allí como estatua! ―la voz de Yuri Plisetsky, el campeón Junior más fanfarrón del mundo, rompió con aquella atmósfera de tranquilidad y reflexión que se había formado gracias a su bebida caliente y el muro del rink alejado del hielo. Víctor sonrió con sorna, mirándolo retadoramente.

―¿Que pasó? ¿Envidia ya desde tan pequeño?

―¡Cállate, idiota! ―espetó el otro―. El único envidioso serás tú cuando te quite todas esas medallas de oro que hace mucho no mereces...

Sigo siendo YuuriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora