Bang.
Despierto de golpe, ahogando un grito. Estoy empapada en sudor y lágrimas de pánico me corren por las mejillas. Otra vez. Una pesadilla. Es la tercera vez esta semana, aunque con diferencia ha sido la más fuerte. Y con motivo: es 1 de septiembre. Hoy empiezo mi último año de instituto.
Aparto las sábanas, húmedas por el sudor, a patadas y abro las cortinas. La pequeña ciudad de Gantrick, Maine, se va desperezando con la promesa de un nuevo día. Los langosteros cargan los barcos, los oficinistas cogen el bus, los estudiantes van a trompicones con el móvil de la mano. Son imágenes del día a día, las habituales, de la vida normal y corriente. Un extranjero no sería capaz de darse cuenta de que la pequeña ciudad de Gantrick, Maine, nunca podrá volver a ser normal y corriente, no después de hacer titulares durante tres semanas consecutivas. No, ya es tarde para eso. Ahora la que solía ser una pacífica ciudad ha sido añadida a una lista interminablemente trágica.
Hago lo que puedo por arrastrar mi exhausto cuerpo alrededor del dormitorio en busca de la ropa que preparé ayer: vaqueros, deportivas y una sudadera gris que me queda enorme. Hace tres meses ni me habría planteado llevar algo así el primer día de clase, pero ¿qué queréis que haga? La gente cambia. Una experiencia cercana a la muerte es más que suficiente para quitarte las ganas de llevar tirantes por el resto de tu vida.
Oigo a mi madre toser en la habitación contigua. Si tengo suerte, no se despertará hasta dentro de dos horas y media, cuando yo ya esté en clase. Hablar con ella es definitivamente lo último que necesito si quiero pasar por este día sin desmoronarme.
Una vez estoy vestida, abro la puerta de mi cuarto y echo un vistazo al pasillo. Hacía por lo menos seis días que no lo veía. Darius me ha estado trayendo las comidas, asegurándose de despertarme todos los días y de que me duchara por los menos cada tres. El suelo enmoquetado, las paredes marrones, esos cuadros horribles que compró la abuela, una mesa alargada con libros. Un simple pasillo. No hay nada que temer, me digo a mí misma. Sin embargo, una chirriante voz en mi cabeza me recuerda que pensé lo mismo del gimnasio del instituto, y la cosa no acabó bien.
Las escaleras se me antojan mucho más largas de lo que en realidad son mientras las bajo. Cada pequeño crujido me pone en estado de máxima alerta, y me recuerda por qué me he levantado tan pronto y adónde me dirijo. Clase. A clase. Algo tan mundano ahora parece no tener mucho sentido.
Los ruidos de cacharros y agua corriendo en la cocina son indicativo de que Darius se ha despertado media hora antes para hacerme el desayuno y para despedirse de mí. Algo dentro de mí ansía despertarse ante el considerado gesto, aunque hago lo humanamente posible por ignorarlo. No, ahora no. No puedo dejar que las hormonas se metan de por medio... otra vez.
Cruzo el arco que comunica el pasillo de abajo con la cocina justo en el momento en el que Darius se da la vuelta, armado con una espátula y un delantal que le queda pequeño. Se me escapa una sonrisa tenue.
–Buenos días –dice Darius, con sus labios curvados en una preciosa sonrisa de dientes blancos–. ¿Qué tal has dormido?
–Mejor –respondo. Mentira, mentira podrida. Y Darius lo sabe, lleva oyéndome gritar en sueños los últimos tres meses. Pero no hace preguntas. Es una de las cosas que agradezco de él.
La isla de la cocina me recibe con un plato de tortitas y algunas manchas de sirope manchando su impoluta superficie de mármol. Más le vale limpiarlas si no quiere que mi madre le eche una buena bronca. Rasco una de ellas con la uña, indecisa. Cuanto más coma, más cantidad de vómito puede surgir a lo largo de la mañana.
–Primer día, ¿eh? ¿Nerviosa? –dice Darius, apoyándose junto a mí en la isla. No puedo evitar fijarme en cómo sus trabajados bíceps se flexionan al hacerlo. Aparto la mirada.