Ciudad de lágrimas.

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En una ciudad llena de sangre había un niño andante; estaba gravemente herido, arrastraba su pierna y sujetaba su hombro adolorido por una rotura. A lo lejos se escuchaban sollozos desgarradores. La gente moría y toda la ciudad estaba en pánico, charcos de sangre cubrían las calles y el crepúsculo había invadido todo el cielo.

La ciudad era todo un desastre sin precedentes; el caos se había apoderado de ella. Los edificios se resquebrajaban, los incendios abundaban, el humo obstruía el poco oxígeno que les quedaba a aquellos que yacían bajo los escombros con sus pulmones siendo aplastados, la desesperanza se apoderó de los desvalidos y los sollozos rebotaban en las paredes formando un eco desgarrador.

El niño luchaba entre la vida y la muerte, buscando ayuda, un refugio, un lugar seguro, su madre... Sí, el joven pensó en su madre; el lugar en donde el infante se sentía más seguro era en los cálidos brazos de su querida madre. La realidad es que él era feliz, sumamente feliz, antes de que todo esto estallara.

Hace unos cuantos años atrás, una hermosa mujer cocinaba el desayuno de su esposo e hijo en un mañana en donde los trinos de las aves enaltecían al oyente y el viento resonaba en los ventanales de las casas. Todo era crecimiento y desarrollo en aquella gran ciudad en donde abundaba la paz.

—Aquí está el desayuno, buen provecho.

El niño felizmente agradeció a su madre por el desayuno. Su padre elogió la comida de su madre como de costumbre y ella también se sentó a comer. Sin embargo, el infante se percató de algo, la cara de su padre expresaba un tono muy marcado de preocupación mientras comía.

—¿Qué tienes papá? ¿Acaso no habías dicho que te gustaba la comida de mamá?

—Claro hijo, deberías terminar la tuya, sino llegaremos tarde a tu escuela; hoy tienes clases de matemáticas, más que aburrido —le dijo su padre intentando ocultar la tristeza que lo subyugaba.

Después de esto todos siguieron desayunando en familia, mientras la madre del joven se mantenía en total silencio. El niño terminó su desayuno se paró de la silla y se fue a cepillar los dientes antes de ir rumbo a la escuela con su padre.

—¿Cómo se lo diremos? —dijo la madre del infante.

—No sé, esto es muy difícil para mí, para ti y para todos. No sabemos cómo él se lo vaya a tomar, todavía es muy joven y no se lo podemos decir literal o por lo menos no la verdad.

Con la desesperanza asentándose sobre sus cabezas, los padres del joven y el propio infante siguieron haciendo su vida cotidiana hasta aquel día; unas tres semanas más tarde.

—Hijo dile adiós a papá, se irá por un tiempo a un viaje de negocios.

—¿Adónde va papá? ¿Papi adónde vas?

—Hijo, voy a cumplir con mi deber, como muchos otros, pero no te preocupes, con suerte... Estaré contigo muy pronto.

Su padre en aquel momento estaba vistiendo un uniforme un tanto peculiar, desde la perspectiva del niño sólo lo había visto en sus figuras de acción, aún así el infante no sabía el verdadero significado de ese uniforme, ni mucho menos de esas palabras.

—Ya tengo que partir hijo.

—Cuídate mucho papá.

—Claro que sí hijo, cuida mucho a mamá. Adiós, los quiero mucho, a ambos —dijo su padre mientras los abrazaba a él y a su madre. Ese abrazo tenía un amor tan puro que todos ellos lloraron, incluso aquel niño inocente que no entendía la situación, en ese momento... Lloró.

Ese fue el último gesto de despedida, y aún llorando su esposa e hijo, este hombre terminó de contener sus lágrimas, dio media vuelta y se fue. Los pasos de aquel gran hombre resonaban en el pasillo mientras partía a su destino. Mientras tanto, las preguntas invadieron la mente del inocente, adónde iba en verdad su padre, porqué todos lloraron, porqué la tristeza de su madre que lo sostenía en sus brazos sin dejarlo ir, todo esto mientras todavía lloraba por desconocer la situación. Lamentablemente se vio obligado a vivir la cotidianidad sin él. Mientras que su madre tuvo que buscar otro trabajo para cubrir todos los gastos de la casa en la ausencia de su esposo.

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