Capítulo dos.

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MASSIMO

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MASSIMO. MASSIMO. MASSIMO.

Septiembre, Manhattan, 2014.

—Caelia, estamos bien por hoy, no debes seguir, nos vemos la próxima semana ¿si?

Estoy desconcertada por el repentino término de la sesión hasta que me doy cuenta de mis mejillas mojadas y mis ojos ardientes.

Me puse de pie a toda velocidad sujetando mi bolso y saliendo del módulo tan rápido como pude. Seguí llorando mientras caminaba por la calle ganándome miradas lastimosas y extrañadas de la gente que pasaba por mi lado.

En ese momento nunca me imaginé cuanto podría llegar a querer a Massimo, cuanto podría llegar a amarlo. Cuando él se avergonzaba y yo me burlaba al recordar ese saludo tan cursi, nunca pensamos como terminaría aquella amistad.

Para empezar, nunca me imaginé que ese bajito de nueve años crecería para observarme casi una cabeza por sobre mi estatura, jamás pensé que ese bajito crecería para convertirse en mi mejor amigo.

Massimo. Massimo. Massimo.

¿Y si nunca lo hubiese conocido? Quizás seguiría siendo una niña tímida sin personalidad propia. Quizás mi padre aún hablaría conmigo o tal vez todo esto estaría pasando solo que son Massimo en la ecuación.

Fue especial, fue realmente especial. Esta clase de amor que te retuerce la tripa, que te comprime el pecho y te hace dar risas nerviosas. La clase amor que te hace hiperventilar y temblar los labios; la clase de amor que contrae tus músculos, arquea tu espalda y te hace olvidar las palabras.

¿Cómo alguien puede tener la cara para decirme que lo superaré? ¿Cómo se supera el abandono de quien además de tu novio fue también tu mejor amigo?

¿Cómo puedo superar sus rizos castaños y sus ojos azules? ¿Como olvidarme de sus pecas, su risa ronca y su manera de ver el mundo? Nunca seré tan feliz como lo fui con él, de eso estoy segura.

Massimo era la mejor parte de mi. La parte a la que más amaba. La última parte que me hubiese gustado perder.

Podría perderse la parte que no quería que pase, que no quería olvidar esta opresión en el pecho. Esa parte podía irse a la mierda, aunque se me hacía imposible. Olvidar eso sería una forma de renunciar a que él era todo lo que quería en mi vida y todo lo que perdí.

Apenas estaba memorizando el camino hasta nuestra nueva casa. Me sorprendí logrando llegar, menos mal no me había perdido.

—Hola, cielo —me saludó mi madre cuando crucé por el umbral de la puerta —¿Cómo te has sentido?

—Bien, mamá. —respondí escuetamente tomando asiento junto a ella. Mi madre me observó con tristeza, me atrevería a decir con desesperación; no sabía que hacer conmigo.

—Las clases para la universidad empiezan en tres días ¿Vas a ir?

Suspiré demasiado exhausta del mundo. Gracias a mi excelente y estricta escuela, quedó terminantemente prohibido que yo asistiera a clases estando embarazada. En lo que empezarán las clases ya tendría barriga y no me apetecía preocuparme todo el tiempo por esconderla.

Después de varias charlas con mi madre llegué a la conclusión de que necesitaría un título en la universidad para tener una carrera decente. No quería depender de ella para criar a mi hijo, al menos no para toda la vida.

Así que en lugar de quedarme todo el día en mi cama como adoraría hacer. Daría lo mejor de mi para ir a esas clases de preparación para el ingreso a la universidad.

—Tengo que hacerlo —conteste removiendo la sopa de verduras con mi cuchara —Mamá, no tengo hambre.

—Debes comer, Caelia.

Mi teléfono suena y predigo antes de ver la pantalla quien es; Roma. No contesto; no me atrevo a hablarle y que se dé cuenta cuan mal me encuentro, lo débil que debo parecer; no podría soportar imaginar la decepción en su cara.

Poco a poco me cuesta más respirar y mis ojos comienzan a arder. Los sollozos luchan por dejar mi cuerpo, pero sé que si los dejo tal vez no pueda parar.

—Iré a ordenar los cuadernos y eso —le aviso a mi madre mientras me pongo de pie rápidamente y casi corro hasta mi habitación.

Una vez sola respiro. Inhalar y exhalar se hacía complicado a estas alturas y todo lo que quería hacer era llorar hasta desaparecer. Llorar hasta dormirme y que por al menos una hora todo el dolor desapareciera.

—Por favor —susurré llorando a la nada —Aún lo amo y no creo poder dejar de hacerlo. Ya no quiero amar a nadie, no quiero... —todo mi pecho se sacudió —...no quiero que me lastimen más. Necesito... necesito superarlo, por favor.

Apenas reconocía mi voz; un hilillo chirriante que entre sollozos apenas era distinguible. Rota, desgastada, lamentable. Destrozada, sola, y asustada. No quiero sentir más, quiero acabar con esto.

Sé que me dijo que no llorase, lo dijo explícitamente. Me pidió que no llorara por él, pero el sentimiento era demasiado fuerte, demasiado profundo y desgarrador como para hacerlo a un lado.

Limpiando mis lágrimas y respirando a trompicones, busqué entre mis cosas. Encontré la mochila y el estuche que había llevado a la escuela los últimos tres años y los dejé encima del escritorio para tenerlos a mano.

—Ya está, Caelia —susurré respirando profundamente.

Pero no estaba, claro que no estaba. De repente, toda la angustia fue reemplazada por miedo, miedo a la soledad. No fue una ilusión lo mucho que adoré a Massimo, no fue una ilusión lo mucho que el me adoró a mi.

¿Cómo es que se ama a alguien así si no es el amor de tu vida? ¿Cómo es posible que yo sintiera tantas cosas estando con él si es que no estábamos destinados a estar juntos?

Pero peor aún; si sí que lo estábamos, si Massimo sí que era el amor de mi vida. ¿Cómo de seguía después de haberlo perdido para siempre?

Un beso con sabor a durazno [Vittale #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora