Cuando Enjolras despertó, un nuevo día amanecía a través de la ventana.

Alguien, tal vez Léon, había cerrado las cortinas para evitar la entrada de la luz y dejarle descansar, pero unos tímidos haces se filtraban por el hueco que separaba la tela en dos. Ese pequeño saludo del sol, que iluminaba solo parcialmente el espacio, ejercía cierto efecto hipnótico en la habitación, como si se encontrara, de algún modo, en el limbo del tiempo.

Enjolras, al menos, tenía esa sensación. Una vez abrió los ojos y elevó el cuello de la almohada, apartándose los cabellos del rostro sudoroso —hacía cada vez más calor según pasaban los días—, se preguntó cuánto tiempo habría dormido. Lo último que recordaba, después de todo, era haber contemplado el filo del amanecer a través de la ventana antes de caer rendido por fin tras largas horas de insomnio. Y, aunque en realidad no podía saberlo, tuvo en ese momento la repentina certeza de que la luz que veía atravesar las cortinas no era la de la tarde.

Se incorporó en la colcha, despacio, esperando el pinchazo sordo de las heridas que aún estaban sanando; no obstante, apenas notó el cuerpo un poco entumecido cuando se apoyó en el cabecero con un suspiro, entre sorprendido y aliviado. Se sentía curiosamente bien. Despierto, pero no como lo había estado la última vez, alerta por la virulencia de su estado y todo lo que había acumulado sobre los hombros, sino tranquilo y descansado. No recordaba, de hecho, haber soñado con nada, lo cual era lo más extraño de todo: desde que había comenzado esa "nueva vida", desde... la barricada... era como si todo hubiera sido lo mismo, realidad y sueño, vida y pesadilla. Como si no hubiera habido manera posible de escapar.

Se estaba preguntando si aquel repentino cambio no tendría algún significado oscuro cuando la puerta de la habitación se abrió de repente y una mujer entró dentro sin contemplaciones.

Pareció sorprendida, eso sí, cuando reparó en él.

—¡Ya ha despertado usted! —exclamó. Era una mujer joven con una voz algo estridente, pero segura y cordial; sus ojos castaños lo miraron con viveza—. Estupendo, estupendo. ¿Cómo se encuentra? ¿Ha descansado bien?

Enjolras no pudo evitar sobresaltarse, adoptando una postura de defensa que, si bien sorprendió a la joven —como evidenció la manera en la que alzó las cejas—, no le impidió acercarse hasta la cama.

—Oh, lo lamento, no pretendía asustarlo; Léon siempre dice que debería llamar antes de entrar, pero muchas veces se me olvida. —Le tendió una mano con soltura, como si esa fuera la disposición más corriente en una mujer—. De todos modos, creo que no he tenido el gusto de presentarme: mi nombre es Rose.

Enjolras, tras un segundo de aturdimiento, tomó la mano que le tendía y, dubitativo, se preguntó si debía besarla: esa era la norma general, aunque él nunca la había seguido hasta el momento. Por suerte, Rose se adelantó a cualquier resolución por su parte y le dio un firme apretón.

—Encantado, mademoiselle —murmuró Enjolras.

—¿Cómo se llama usted?

—Soy... Enjolras.

—Oh, bonito nombre. Encantada —correspondió Rose, sonriendo con afabilidad—. Es curioso cómo funcionan las formalidades, ¿no cree? Hace más de una semana que cuido de usted junto a Léon y no es hasta ahora que nos presentamos como es debido. Incluso tuve que ayudar a cambiarle de ropa alguna vez y...

—¡Rose!

La joven sacudió la cabeza antes de girarse hacia la persona de la que provenía la voz, otra mujer de edad algo más avanzada a la suya, aunque también relativamente joven —como el doctor, tal vez— que acababa de aparecer en el umbral del cuarto portando una especie de palangana en las manos.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora