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By Jimin

Mi despertar fue brusco y de lo más repulsivo. No abrí los ojos por el sonido bestial del despertador, ni por las fuertes pisadas de Jungkook al ir al baño, ni tampoco por sus besos y meteduras de mano. Estaba durmiendo y de repente, un helado y desagradable líquido me cayó encima, provocándome un gran sobresalto. Pegué un bote y caí al suelo de lado, incapaz de levantarme. Mis brazos no me obedecían y desconcertado, tiré de ellos con fuerza. Las muñecas me crujieron y gemí de dolor. Tenía todos los músculos del cuerpo entumecidos.

—¿Qué demonios…? — intenté soltarme del amarre que me ataba las muñecas sin resultado. Miré mi espalda por encima del hombro y ahí estaban mis manos, atrapadas en una prisión de hierro; una de esas esposas que solo había visto por la televisión. Espantado, giré la cabeza de un lado a otro. Me descubrí en un lugar húmedo, sucio y pequeño. Las paredes, agrietadas, estaban cubiertas por una suave capa de verdina por la que el agua corría y caía sobre el suelo. El chillido de una rata sonó en mi cabeza como un tambor al mover la pierna y descubrirla ahí, encima de mi rodilla, mordisqueando mis pantalones vaqueros. — ¡Aaah! — grité y me sacudí para quitármela de encima. La rata cayó al suelo y salió corriendo tras los barrotes oxidados de la celda. La observé y di con la figura de un personaje alto, desgarbado y bastante grande en anchura, aunque bajito en estatura. Con un cubo vacío de agua en la mano, me miraba como si fuera la criatura más repulsiva del planeta.

—Levántate. — me ordenó. Lo intenté, pero no porque él me lo ordenara, sino por pura desesperación. Me sentía como debería sentirse una jirafa que ha caído al suelo; ya no podría levantarme por mucho que lo intentara y moriría. Pero lo hice. Arrodillándome sobre el suelo encharcado y doblando las rodillas, conseguí levantarme. Sacudí el pelo mojado y la cabeza para despertarme del ensimismamiento. No funcionó muy bien.

—¿Dónde estoy? — pregunté. — ¿Quién eres tú?

—Eso no te importa. — el hombre abrió la celda con una llave. Entró dentro y anduvo hacia mí. Me fijé entonces en su cabeza rapada y en la cruz gamada que brillaba en su frente, resultado de una fea cicatriz. Lo reconocí enseguida, aunque no lo había visto en mi vida; no muchas personas vivirían con semejante marca en la cara.

—Tú eres el policía que pegó a Namjoon. — dije y el ojo le titiló. Estiró la mano y me agarró del pelo con una bestialidad bárbara y sin decir nada más, empezó a arrastrarme fuera de la celda. Grité e intenté resistirme, pero con las manos atadas poco podía hacer. No me fijé en el camino que iba desde la celda hasta la habitación a la que me conducía, demasiado nervioso como para apreciar nada más. Me escurrí varias veces a consecuencia de la humedad del suelo y cuando eso ocurría, él me tiraba con más fuerza del pelo para mantenerme en pie. Así, me arrastró hasta una habitación pulcra y limpia, carente de ratas y verdina. Cuando abrió la puerta de la misma, me lanzó dentro pegándome una patada en la espalda que me hizo caer y quedarme sin aliento en el suelo.

—Ya te has despertado — habló una voz dulce y artificial a la vez. Una chica pelirroja se me acercó dando taconazos en el suelo, moviendo la cadera y sacudiendo su melena recogida en una coleta alta, impecablemente vestida y maquillada. — Oh… eres más adorable despierto que dormido. — hizo amago de acariciarme la cara. Yo se la aparté en un acto reflejo.

—¡No me toques!

—Wonho tenía razón. No eres muy sumiso ¿no? — comentó ella. Tragué saliva al escuchar el nombre de Wonho. — Mejor. Adoro a los hombres tan pasionales.

—¿Wonho? — giré la cabeza, buscando a más personas en la sala. La expedición dio resultado cuando me encontré con el cirujano jefe, el amigo de Taehyung, medio sentado encima de una mesa, desviando la mirada al suelo, como si el inexistente polvo le llamara la atención más que la escena que ocurría delante de sus narices. Entonces, até cabos. Me quedé dormido nada más tomar su cerveza, la que según él, estaba mala. Me había drogado, supuse. Drogado. — ¡Tú! — grité. — ¡Jin! — recordé su nombre y se lo escupí a la cara. Él alzó la cabeza y me miró, captando toda atención. — ¡Me has drogado, hijo de puta! — le grité. — ¿Qué quieres de mí? — frunció el ceño, como si esa acusación le molestara. La grave risa de una cuarta persona me puso el vello de punta. Giré la cabeza, busqué y encontré, frente a mí, a escasos dos metros, a un hombre vestido de negro que se reía de mí. A sus pies, un perro que parecía de todo menos pacífico, me enseñaba los dientes.

Muñeco AcabadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora