La curiosidad mató al gato 9

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—¿Qué es lo que vamos a hacer? —preguntó en voz baja al cabo de un rato.

No nos habíamos encontrado con ningún obstáculo en nuestro camino a la planta principal. Tras comprobar que ninguno de los hombres se había quedado vigilando en el vestíbulo, dejé a Alec esperando en las escaleras y me acerqué a la recepción a recoger las llaves del coche de alquiler, dando gracias de que hubiesen traído el vehículo antes de tiempo. Me reuní de nuevo con él y bajamos a la planta sótano, al garaje, de donde salimos pocos minutos después, mezclándonos con el perpetuo tráfico de la ciudad, en dirección oeste.

Pero de eso hacía horas. Hacía tiempo que habíamos dejado atrás los altos edificios y las iluminadas y concurridas calles. Ahora circulábamos, veloces, por una autopista salpicada a los lados de naves industriales, viejos edificios de oficinas y de pequeñas y cada vez más separadas urbes. El paisaje se estaba transformando poco a poco, la vegetación ganándole terreno al cemento.

Lo miré de reojo, apartando la vista de la carretera solo un instante. Se sentaba abrazándose una pierna, con el rostro girado hacia la ventanilla. Las luces de las farolas que íbamos dejando atrás lo iluminaban a saltos, destacando el rubio de su cabello.

—De momento vamos a ocultarnos. Necesitamos descansar y sentirnos seguros.

—¿Y después?

—Pensar en qué hacer a continuación.

—Y si salimos de esta, ¿qué haremos después?

El interior del coche quedó en silencio. Ha pasado un ángel, hubiese dicho mi madre.

¿Y después?

Esta pregunta se agarró a mí como si fuese una alimaña hambrienta aferrando su presa. Incluso podía sentir como sus garras se cerraban en torno a mi corazón, apretándolo, desgarrándolo.

¿Y después?

Me dolía porque lo sabía, siempre lo había sabido. No había un después para nosotros. No podía haberlo. ¿Cómo arrastrarle a mi estilo de vida? ¿A qué tipo de peligros le expondría? «No», me regañé a mí mismo, «no te engañes. Te da miedo que pueda ver tu verdadero rostro. Que vea con lo que disfrutas, lo que te hace sentir vivo».

El silencio me estaba ahogando, y peor me sentía según pasaban los segundos, su peso multiplicándose por cada instante en que no decía nada. Alargué la mano para encender la radio, buscando un salvavidas que me permitiese mantenerme a flote, pero su mano fue más rápida. Vi sus largos dedos moverse ágilmente bajo la fría luz azul de la pantalla del salpicadero, buscando alguna emisora a su gusto.

—Después... —dije por fin. Los movimientos de sus dedos se congelaron—. Después podrás volver a hacer tu vida normal, o lo más normal dentro de las posibilidades... Es pronto para decirlo...

Intenté que mi voz sonase normal, incluso algo positiva, que no se notase el nudo que se había formado en mi garganta. Pareció que pasaba una eternidad hasta que sus dedos se pusieron de nuevo en marcha. Tras seleccionar una emisora de rock clásico, se recostó en el asiento y giró el rostro de nuevo hacia la ventanilla, ocultándolo además con el cabello.

No me había mirado ni una sola vez.

*

Acababa de amanecer cuando aparcaba a las puertas de un motel. Tras un suspiro me giré hacia él. Dormía en una posición incómoda, con el cuello colgando hacia un lado y su rostro arrugado por la preocupación. No pude evitar sentir algo de culpa. Desde que habíamos hablado esa misma noche se había ido encerrando poco a poco en sí mismo, hasta el punto de no decir una palabra en las siguientes horas. Simplemente se había quedado recogido en su asiento, mirando por la ventana, y no había caído dormido hasta hacía menos de media hora.

La curiosidad mató al gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora