Con el silencio en medio del caos, el hombre borracho se despertaba. Se ponía en pie, sin necesidad de saber bien lo que estaba ocurriendo, y se tambaleaba un poco, casi perdiendo pie después de horas de inmovilidad; pero se mantenía firme y erguía el talle con decisión. Iba hacia el pelotón de fusilamiento sin dudar, sin mirar atrás, con un único pensamiento en mente.

—¡Viva la República! Soy uno de ellos.

Su boca pronunciaba las palabras que nunca había dicho con tanta seguridad antes, en las que nunca antes había encontrado convicción alguna. Las repetía de nuevo, demorando a los estupefactos soldados del pelotón de fusilamiento de disparar por un momento más.

Un momento breve, pero suficiente para despedirse.

Al llegar junto a su líder, cuyo inalterable semblante marmóreo se había quebrado en una expresión de sorpresa, el hombre transformado se enfrentaba a los soldados y los miraba con desafío.

—Matadnos a los dos de un golpe.

Después se giraba hacia el otro hombre y su mirada, su voz se dulcificaban.

—¿Lo permites?

Y su corazón nunca había estado tan ansioso y tan sereno al mismo tiempo dentro de su pecho.

Entonces la mano de su líder, de aquel mártir orgulloso de la justicia, estrechaba la suya. Y el mártir, hermoso e impertérrito, lo miraba y le dedicaba una sonrisa: una sonrisa que nunca antes había recibido, ni había visto con demasiada frecuencia, pero que encajaba perfectamente en ese rostro angelical, confiado, eterno.

Un rostro que entonces desaparecía de su vista entre fogonazos de luz y estallidos de pólvora. En la embestida desgarradora de las balas que quemaron su piel y su cuerpo en apenas segundos, envolviéndolos en fuego cruel.





Lo primero que supo fue que la cabeza le dolía como si mil demonios la hubieran poseído para hacerla suya y atormentarla.

Lo segundo fue que debía de estar muerto.

Esa fue, al menos, la única explicación que se le ocurrió cuando abrió los ojos —sus párpados tan pesados como si no los hubiera alzado en días— y vio a la persona que menos esperaba encontrar junto a él, en muerte o en vida.

Enjolras tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba siendo observado. Cuando lo hizo y levantó el rostro hacia él, sin embargo, el efecto fue instantáneo: cuando sus ojos se encontraron y el hombre supo, definitivamente, que no se había equivocado de persona, aunque había estado cerca de confundirlo con un ángel, todo pareció detenerse un instante. Incluso el dolor.

Y Enjolras habló.

—¿Gran... taire?

A Grantaire le pareció gracioso que hablara, como si no fuera una ilusión creada por su mente; quizás por eso rio en respuesta.

—¿Es... Eres tú, arcángel Michel? No pensé que tendría el gusto de terminar en tu presencia después de muerto...

Su voz sonó ronca y estrangulada, como si no la hubiera usado en mucho tiempo, pero las palabras fueron inteligibles. O, al menos, eso dedujo cuando vio fruncir momentáneamente el ceño a Enjolras.

—Debes de tener fiebre aún —murmuró este, y a Grantaire, a pesar de la densa confusión que reinaba en su cabeza, le sorprendió la amabilidad de su voz, cuyo tono pareció sonar, incluso... ¿aliviado? Pero su semblante era aún más curioso: una especie de mezcla entre júbilo y preocupación, como si hubiera recibido una sorpresa agradable e inquietante al mismo tiempo—. ¿Cómo te encuentras?

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora