III. Wattys y la oreja que casi se sacrificó por condones

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"Es ridículo e imposible que una chica como yo sea la protagonista en un historia de amor. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Sobre todo cuando ocurre la escena más esperada por los espectadores. Esa cuando hace acto de presencia la persona a quién amas con todo tu ser.

La típica escena del chico guapo que camina por la preparatoria en cámara lenta, mostrando su hermosa sonrisa coqueta. Fuegos artificiales salen de la nada a sus espaldas. La música de Wagner le acompaña. La chicas se detienen a admirar su belleza. Sus pantys desaparecen por acto de magia, porque somos conscientes de que es tan endemoniadamente atractivo...

Hasta los animales se juntan a su alrededor para que les muestre su afecto y los pajaritos se..."

Un segundo.

—Wayta, ¿qué caracolas es esto? —pregunté aterrorizado, alternando la vista entre la chica y el texto en su ordenador—. Has pasado de Christian Grey a Blancanieves en tan solo un punto y seguido.

La chica deja de acariciar a Lusho, su mirada decae por mi comentario tan hiriente. ¡Pero qué se le iba a hacer! Yo no tenía la culpa de que sus ideas para futuras novelas tuviesen más incoherencias que mi propia vida.

Oh, vaya... Primera vez que me dedicaba un insulto tan cruel a mí mismo.

—Pero... Pero Luck...

El perro alza la cabeza, intentando comprender el por qué Wayta le ha dejado de mimar. Y yo todavía no entendía el por qué a ella la respetaba y a mí me empujaba directamente contra un camión si pudiese, porque ganas no le faltaba eso seguro.

De algún extraño modo que nunca comprendería porque mi cerebro era tan pequeño como el chicle falso que vendía el señor que nos esperaba fuera de la escuela; el chihuahua supo que Wayta no estaba para nada bien.

¿Y qué hizo luego?

Mirarme

¿A quién culpó?

A mí

Es tarde

¿Por qué?

Porque ahora soy yo la que quiere estar sin ti...

¡Y yo sin él!

¡Por eso vete, vete engrendo de cabra mal atropellada! ¡Que ha brincado del regazo de mi mejor amiga para comenzar a morderme el borde de mis pantalones!

Y eso él nunca lo hacía.

En su cena siempre estaban mis calcetines, mis bóxers, mis pantuflas, mis zapatos.

Su última dieta fue la frazada que tenía desde los 8 años que mi abuelita cosió con tanto amor.

Mamá me echó la culpa porque decía que yo no le daba de comer lo suficiente.

—¡Quítate, alimaña! —exclamé a la rata que gruñía y mordía.

Un día le construiría a mí ropa su propio cementerio. Ahí irían mis ahorros de 6 años para comprarme un triciclo de lo más chulo que ví en la juguetería.

—¡Luck! Deja al pobre angelito...

Wayta agarra a la bestia entre sus manos y empieza a darle cariñitos. Lusho deja de asesinarme con sus desviados ojos y pone cara de orgasmo ante los toques de la chica.

¿Pero qué verg... acababa de decir?

—¿Pero tú estás ciega o qué? —reclamé a mi amiga—. ¿Qué no ves que esa cosa apestosa hace todo lo posible por amargarme la vida?

El Lusho es de mi madre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora