XV. De cómo avergonzar a tu humano

57 8 0
                                    

Fausto dormía plácidamente en la cama contraria, y Ángel se preguntó si llegó a escucharle la noche anterior. Eran las siete de la mañana y no tenía intención alguna de despertarle, por lo que optó por disfrutar de poder contemplarle todo cuanto quiso.

Tal vez, pensó, se estaba encariñando más de lo necesario con él, pero le había besado... Eso le daba derecho a encariñarse, ¿verdad? Aunque sólo fuese un poco, lo suficiente como para sentirse tranquilo sabiendo que no desaparecería de la noche a la mañana.

En vista de que aquel hilo de pensamientos acabarían por deprimirle, Ángel se atrevió a pasar una manita por el oscuro cabello de aquel hombre que, dormido, muy lejos quedaba de la soberbia de su porte.

Sintió la silente necesidad de acurrucarse con él para saberse arropado, cálido y protegido, pero tan pronto como se sorprendió a sí mismo teniendo esos pensamientos, se recordó que ya iba tarde para prepararse. Fue en aquel momento, sin embargo, en el que se percató de que ya había vivido aquellas circunstancias con anterioridad, pero ¿por qué?

Creyó entrever cómo en los labios de Fausto asomaba una sonrisa tan leve como plácida. Cohibido por esa imagen, el chico abandonó sus pensamientos para contemplarle, y fue incapaz de resistir la tentación de inclinarse para besar su sien.

Ahí estaba de nuevo ese sentimiento que no era nuevo; tenía la absoluta certeza de que lo estaba recordando, y se abrumó todavía más cuando Fausto se giró en aquel dudoso estado de vigilia hacia él.

Adormilado, amplió esa sonrisa y estiró un brazo torpemente para retenerle con él, o acercarle. Ambas eran plausibles.

—Aún es pronto, y no ha salido el sol —dijo aquella voz tan ronca como apenas resonante—. Mi amor... Mi dulce amor, no... no te marches.

Ángel se vio repentinamente atrapado por un brazo alrededor de su cintura, débil, y sus palabras. Sus tan bellas y desconcertantes palabras. ¿Estaba despierto realmente? El joven se inclinó un poco más, sonriendo discretamente, para escucharle mejor. Debía de estar soñando a juzgar por sus ojos cerrados y aquella pausada respiración.

—A... Arion, mi... mi dulce Arion. ¿Por qué te...? —pero la voz del marqués tembló— Tú también... Tan jov... no. No, tú no. Tú... Me dijiste que... C-conmigo, siempre, n...

La sonrisa de Ángel se le congeló en el rostro.

¿Arion?

Un repentino escalofrío le recorrió las sienes, y un martillo invisible golpeó su conciencia como si de una campana se tratase. Arion... Arion, Arion, Arion.

—Tengo que hacerlo —murmuró Ángel, pensando en voz alta y sin ser consciente de lo que acababa de decir.

Tan pronto como sus labios dejaron escapar aquellas palabras, con una cadencia triste y cavernosa, el rostro de Fausto se contrajo dolorosamente en sus ahora atormentadas pesadillas. El chico notó aquella mano aferrarle la ropa con fuerza por unos segundos, y creyó que despertaría encolerizado, pero no fue así.

Fausto, con una lágrima asomando bajo su párpado, aflojó hasta soltarle y dejó caer la mano sobre las sábanas. Ángel no supo por qué dijo esas palabras, pero tuvo la certeza de que eso fue exactamente lo que debía decir.

El marqués recogió la manita contra su pecho, encogiéndose sobre sí mismo como si se abrazase en un llanto silencioso y del que probablemente no era consciente. Lo siguiente que le oyó murmurar era una letanía apenas entendible en la que sólo distinguía aquel nombre.

Arion. Su dulce y joven Arion.

Temiendo haberle estropeado la trayectoria de su dormitar con creces, Ángel se debatió entre despertarle o dejarlo estar, pues la culpa y el desconcierto le hicieron presa de sus encantos.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: May 31 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora