44. Un árbol de cristal hueco

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Killian entrenaba todas las noches junto a la muralla de agua que rodeaba a la Ciudad Azul

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Killian entrenaba todas las noches junto a la muralla de agua que rodeaba a la Ciudad Azul. Además del murmullo de las cascadas de la fortificación, desde la arboleda se escuchaba el sonido de las olas del mar al romper en la orilla. Había visto al Ix Realix oculto entre los árboles escasos atardeceres tras la batalla con Júpiter, cuando regresaba del bosque. Creía que se retiraba de la Fortaleza para gozar de unos instantes de paz y deshacerse de la tensión que se vivía en el castillo, aunque tras presenciar el poder de su magia en el clan Rubí, ya no tenía claro que entrenase tanto por placer.

«Ser el Ix Regnix de un clan es un gran sacrificio, Moira».

Me esforcé por desterrar el recuerdo de aquella noche en la que creí poder luchar contra un futuro inevitable y me senté junto a la muralla. El jefe del clan estaba tan concentrado en abatir a un nei de plasma y luz proyectada que ni siquiera percibió mi presencia. Sus movimientos estaban cargados de una ira voraz y me sorprendió descubrir que utilizaba tanto el poder de las gemas como técnicas antiguas para vencer a su adversario.

No sé cuánto tiempo pasó. El sudor le cubrió la piel con un brillo plateado que reflejó la luz de las lunas y el viento le despeinó el cabello. Su rabia, sin embargo, se mantuvo intacta. Killian se acercó para reactivar la pirámide de cristal que descansaba en el suelo, como había hecho decenas de veces desde que había llegado, pero en aquella ocasión, sus ojos repararon en mi presencia.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sobresaltado.

Me encogí de hombros, sin saber qué respuesta ofrecerle, y él me observó como solía hacer cuando quería descubrir los secretos que ocultaba mi alma. Desvié la mirada hacia los árboles que se extendían a su espalda y la mantuve fija en los troncos mientras avanzaba en mi dirección. Killian se sentó junto a mí, tan cerca que nuestros brazos se rozaron, y la caricia de su piel me sacudió con una descarga que amenazó con estremecerme. Olía a guerra, rabia y dolor; los colores de nuestro futuro.

—Esto no pinta bien —dijo en un susurro.

La arboleda cobró vida con una ráfaga de viento, como si el bosque también supiese que la tormenta estaba a punto de desatarse, y negué antes de encontrarme con sus ojos.

—No es culpa tuya, Killian.

Su rostro pasó del asombro a la vergüenza en el mismo latido y el jefe del clan se apresuró a desviar la mirada.

—Creo recordar que fuiste tú quien me enseñó que cada persona vive una realidad distinta a la nuestra, por lo que siempre habrá interpretaciones diversas de una misma situación.

—¿Así que lo que te digo no cae en un saco roto? —pregunté complacida.

—De vez en cuando dices cosas que me resultan interesantes.

—Pues presta atención a esto: los errores de tu familia no son tu responsabilidad. La gente siempre va a hacer cosas con las que no estés de acuerdo, pero controlar el comportamiento de quienes te rodean no forma parte de tus obligaciones, Killian, ni tampoco responsabilizarte de lo que ocurre en el resto de clanes.

La perdición de la tormenta (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora