P r e f a c i o

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El sentimiento de culpabilidad por la pérdida que habían sufrido y la constante necesidad por deshacerse del dolor que poco a poco los consumía, terminó llevándolos al límite cuando intentaron escapar de su realidad. Heridos, vacíos y abatidos, los tres jóvenes tomaron decisiones que poco tiempo después repercutirían en sus vidas.


Liam.

Después de volver en sí y recuperar la lucidez, salen a relucir los efectos de haber sufrido una intoxicación con sustancias ilícitas. Su boca se encuentra seca y un sabor amargo sube por su garganta. La debilidad le complica la movilidad de sus extremidades. La sudoración es incontrolable y la ansiedad empieza hacer estragos forzándolo a levantarse de aquella camilla.

Se retira con brusquedad la aguja que han introducido horas antes en su piel. Está seguro que lo peor ha pasado y no encuentra un motivo para permanecer allí. Se encuentra molesto, ya que pesar de tener la edad suficiente para hacerse responsable por sus actos, han llamado a su padre.

No desea enfrentarlo. No desea tener que ver otra vez la decepción en el rostro de su obstinado padre. No quiere escuchar sus reproches y lamentaciones. No quiere decirle cuánto lamenta ser él quien haya sobrevivido y no su hijo favorito pero es demasiado tarde, él ya se encuentra en el umbral de la puerta de la habitación observándolo con desaprobación.

—Liam, ¿qué estupidez hiciste ahora? —suena furioso, sin embargo, hay dolor en sus palabras. Pero el chico no es capaz de percibirlo y solo cree que está allí para sermonearlo.

—Hoy no, papá. Solo quiero irme de este lugar —contesta efusivo en un intento por escapar de aquella conversación.

—¿Irte? ¿Para qué, si estarás devuelta en un par de días? Ya debes tener algún tipo de membresía en este hospital —su padre sabe que ha sido severo pero ya no encuentra una manera para dirigirse a la persona en la que se ha convertido su hijo.


Samantha.

Su madre ha vuelto a casa sin sospechar lo que sucede. Le sorprende que su hija no se encuentre en la terraza donde suele estar por las tardes. Sube las escaleras luchando contra el cansancio que le ha dejado el día en la sala de emergencias. Se detiene en el corredor que da a las habitaciones cuando siente una inexplicable sensación recorrerle todo el cuerpo.

Le ignora y vuelve a retomar el camino hasta adentrarse en su habitación. Está por meterse a la ducha cuando escucha un ruido proveniente de la habitación contigua a la suya, la habitación de su hija. Duda por un instante pero decide salir para averiguar.

Estando frente a la puerta de su hija nota que ésta se encuentra con seguro y eso no es algo que haría su hija. Golpea la puerta una, dos, tres, y cuatro veces pero no hay respuesta. La sensación de hace unos minutos regresa carcomiendo sus nervios.

Algo no anda bien, lo presiente, lo sabe. Vuelve a golpear la puerta mientras la llama con desesperación pero su hija no responde. Corre de vuelta a su habitación en busca de las llaves de repuesto que guarda en el segundo cajón de la mesita de noche. Sus manos tiemblan tanto que le es casi imposible introducir la llave indicada por la ranura. Tiene que repetirse que debe calmarse antes de poder hacerlo bien.

Al entrar a la habitación no ve nada fuera de lugar. Llama a su hija pero no obtiene ninguna respuesta. Está por darse por vencida sintiéndose patética y paranoica cuando ve que la luz del baño se encuentra encendida. Traga fuerte pero no duda en encaminarse hacia allí, la puerta no tiene seguro.

La empuja con nerviosismo y el alma se le escapa del cuerpo cuando sus ojos se encuentran con el cuerpo inconsciente de su hija sobre un charco de sangre. Corre hacia ella y la examina de inmediato. Su pulso es débil pero el alma le regresa al saber que tiene signos vitales.

Busca con desesperación el origen del sangrado y su corazón se estruja al ver las profundas cortadas en sus muñecas. Pero ese no es el único problema, en el lavado se encuentran los frascos vacíos de la medicación que su terapeuta le ha recetado. Se ha atragantado dos frascos que contenían alrededor de quince cápsulas cada uno.

Su madre no pierde el tiempo y toma una de los pijamas que su hija suele dejar en el baño, rasga la delgada tela y hace dos torniquetes en lo alto de las muñecas. Trata de inducirle el vómito introduciendo sus dedos en la garganta de su hija, parece no estar funcionando hasta que las horcajadas se hacen presentes.

—¿Qué hiciste mi cielo? —inquiere su madre con un hilo de voz.


Nicholas.

Sabe que ha hecho mal, sabe que ha debido controlarse, sabe que ha debido ignorar aquellos comentarios que solo fueron dichos para provocarlo. Mientras camina por los pasillos con las manos empuñadas llenas de sangre, el joven reflexiona arrepentido por lo que hizo. Nunca antes se había salido de sus cabales. Nunca enfrente de tanta gente.

Un profesor lo escolta hasta la oficina del director. Todos asumen que está en grandes problemas y probablemente así sea. Algunos rumoran que será expulsado sin derecho a una segunda oportunidad. Otros dicen que ha tenido que estar drogado para reaccionar de la manera en la que lo ha hecho.

Todos lo conocen por lo callado y reservado que es pero nadie se imaginó que despertarían a una bestia. El chico lleva años soportando las burlas innecesarias de los demás pero su paciencia se ha colmado. Al menos, su único consuelo es que si le permiten quedar, de ahora en adelante, todos lo pensarán una segunda vez antes de meterse con él.

Se detiene frente a una puerta de cristal, el profesor a su lado la abre para él exhortándole a entrar con un gesto frío. Nicholas no lo duda dos veces y entra temeroso. Nunca antes ha estado allí y no conoce el procedimiento. Un hombre de cabello grisáceo se encuentra sentado de espaldas detrás un enorme escritorio lleno de carpetas y papeles sueltos. El hombre se gira sobre la silla y le examina de pies a cabeza antes de ofrecerle asiento.

—Nicholas Myers —espeta con voz gélida fijando la mirada sobre el expediente frente a él.

—Sí, señor.

—Me sorprende no reconocer tu rostro. ¿Podrías decirme en qué pensabas cuando atacaste aquel chico?

—En mi padre —contesta en un murmuro apretando con fuerza sus labios. Desvía su mirada, llevándola a sus manos. Hasta ahora lo ha notado y el pánico le invade. Intenta limpiarse con la gruesa tela de sus pantalones pero la sangre ya se ha secado.

—¿Podrías explicarte, muchacho?

—Pensaba en mi padre y en las mil cosas que deseaba hacerle a ese patán con tal de que se arrepintiera por lo que había dicho sobre él —menciona con sinceridad.

—¿Podrías ser más claro? Necesito explicaciones. Tengo a un chico con la nariz rota y un ojo parcialmente cerrado debido a los golpes que le propinaste. Sus padres no tardan en llegar al igual que tu madre.

—El imbécil dijo que yo merecía el mismo patético final que tuvo mi padre. Que al igual que él, yo era otra lacra más de la sociedad. Que venga de una familia humilde, no me hace menos que nadie y tampoco que sus padres tengan más dinero lo hacen a él ni una mejor persona ni muchos menos alguien superior a mí.

—Myers... —el chico le interrumpe dejando la silla que le ha sido ofrecida.

—Por si no lo sabe, mi padre perdió la batalla contra el cáncer hace un par de años pero fue un hombre y un padre excepcional. Sé que él no estaría contento con mi comportamiento pero no le permito a nadie que hable así de mi padre y jamás lo permitiré —hace una pausa para controlarse, siente que volverá a perder el control—; estoy harto de esto, solo expúlseme o haga lo que crea más conveniente, ya nada me importa.

Heridas |l.p|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora