Capítulo 24

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Me he dado cuenta de algo: sueño en negro. No recuerdo ya ni la cara de Ángel y me es tan difícil pensar colores o paisajes, incluso el aspecto mismo de esta habitación no logra tomar forma en mi cabeza, así que cuando duermo sueño con un mundo oscuro y mudo. Estoy atrapado en este sótano de pesadilla incluso en las partes más recónditas de mi mente, porque en mi imaginación antes erigí un reino de libertad y esperanza, donde de niño era un héroe o un dragón, un hombre forzudo, un astronauta o hasta un perro parlante. En mi imaginación me permití construirme un puente ficticio que iba desde mi infancia hasta mi presente, flotando sobre la laguna de mi memoria: me imaginé popular, divertido y risueño, un chaval humilde con la única expectativa de una vida sosegada y feliz. Incluso al inicio de toda esta mierda mi imaginación me permitió escapa de Ángel y una y otra vez: en mi cabeza, cuando crucé el pasillo la primera noche de este infierno, él no cerró la puerta con pestillo y yo logré huir hasta la comisaria y también, aquella vez que me rompió el tobillo, yo logré subir al coche, destrozar la puerta del garaje y pisar a fondo hasta dejar a Ángel tan atrás. En mi mente ya se había celebrado el juicio y él estaba entre rejas mientras yo comía palomitas dulces viendo el telediario.

Pero ahora él ha arrojado mi imaginación a este lugar conmigo, nos ha encerrado a ambos con llave y a ella también la ha roto y encadenado, porque es incapaz de salir de este oscuro paraje e imaginar algo más allá de la negrura que no me deja ver ni mi propia nariz. Ya no me imagino libre, porque no puedo pensar en el sol, en el calor sobre la piel, el aire limpio de la montaña recorriéndome el cuerpo con una larga inhalación o la comodidad de una cama limpia. Ahora mi imaginación es rehén de un loco y de locos recuerdos que vienen ahora como atraídos por una miseria familiar.

No puedo imaginarme un desenlace feliz y mi memoria se burla de mí, escupiéndome tristes memorias donde antes había un vacío lleno de posibilidades, ahora habitado por la certeza de que tampoco puede recordar tiempos felices. Ni el pasado, ni el presente ni el incierto futuro son capaces de darme un solo minuto donde pueda pensarme tranquilo, sonriendo. Estoy condenado.

De repente, escucho un largo crujido y mis ojos duelen. Y reconozco el dolor y las lágrimas antes que la luz porque me resulta ya tan extraña, tan lejana, que parece algo que no soy capaz de manejar o comprender, de percibir siquiera. Pero al final lo hago y las cosas toman forma a mi alrededor: las esquinas de la habitación, el suelo irregular, lleno de restos de comida y botellitas de agua, la cadena que me une a este lugar y el tobillo inflamado, rojo y brillante que me mantiene en cama por el dolor junto al hombro y la cabeza y, al final, la silueta de Ángel.

Silba mientras baja las escaleras y yo estoy tan sorprendido que no puedo ni pestañear. Me aterra demasiado pensar que tan pronto me atreva a cerrar los ojos se desvanecerá, como una ilusión engañosa que solo juega conmigo.

Pero poco a poco su imagen es más clara, más detallada y estoy convencido de que mi imaginación incapaz de formar en mi cabeza una brizna de hierba sería incapaz de fabricar una imagen tan vívida. No, sus manos grandes y anilladas, las arrugas de su camiseta sobre el fuerte pecho, las largas, gruesas pestañas y los mechones claros que caen sobre su frente brillante no pueden ser mentira.

Es él. Ha vuelto.

De repente el dolor de mi cuerpo y alma no son nada en comparación a esta gran alegría. De repente no me siento estúpido por tener esperanza. Corro hacia él, lanzándome a sus pies y le abrazo las piernas. Quiero agradecer, quiero disculparme por haber sido desobediente la última vez y pedirle por favor que se quede conmigo y me hable un rato, pero no me salen las palabras, solo berreos y lloros.

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