Capítulo 41

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De repente se levanta de la silla y siento el impulso de levantarme también para no estar vulnerable. Solo eso: lo siento, no actúo al respecto. Me quedo quieto como un muñeco, mirándolo mientras rodea la mesa despacio, acercándose a mí.

Lento. Como cuando cortaba ese delicioso pedazo de carne. Sus ojos sobre mí y la lengua limpiándole rápidamente una de las comisuras. Ángel parece hacerse más grande con cada paso que da y es que son tan seguros y silenciosos que a veces dudo de mis ojos y me pregunto si lo que tengo en frente es un hombre o un animal. Un depredador grande, rápido y oscuro, que se funde con la noche y la temible negrura de ese sótano, una bestia que emerge de las sombras porque de ellas viene. Una pantera de ojos claros, brillando de deseo, o quizá algo menos terrenal, menos conocido. Un monstruo más allá de mi comprensión, uno que me succiona la vida solo con su presencia y una sonrisa bonita y aterradora.

Su mano está sobre la mesa, la desliza poco a poco mientras se me acerca y el levísimo sonido que hacen sus dedos al rozar la madera me hacen pensar en ese contacto prolongado y agónico que él llama caricia. Sus dedos siguen sobre el mueble inerte, reptando hacia mí, pero yo ya puedo sentirlos bajando por mi espalda, por mi cuello, mi cintura, mis piernas. Sus dedos son hielo, mi cuerpo puro escalofrío. Me deshago, quiero llorar, obedecer, ganarme que esas manos me acaricien y no que me rompan, y ni siquiera me ha tocado. Aún.

Llega a mí, su enorme figura extendiéndose hacia lo alto y ancho, barrándome la visión con dos amplios hombros. Pone su mano en mi hombro y el contacto me hace tensarme tanto que ambos duelen hasta el punto de que olvido cuál tengo dislocado. Es el derecho, lo sé cuando él aprieta un poco mis dedos y eso no empuja un grito de agonía fuera de mi garganta. Se inclina un poco, hacia mi oído, y siento como si una montaña se me viniese encima. Una avalancha. Vuelven los escalofríos.

Me agarra de la barbilla con la mano que estaba en la mesa. Mi cuerpo entero reacciona sabiendo lo que desea: me inclino hacia él con los ojos cerrados.

Ángel deja un beso en mis labios, uno superficial, delicado. Yo suspiro de alivio y entonces la mano de su hombro se relaja.

—Ya apenas necesito ser agresivo cuando quiero que cooperes ¿No es así?

Niego en silencio. La cabeza me da vueltas: su voz grave, su rostro serio, los ojos verdes tan oscuros como la muerte. Me encuentro mal.

—¿No es así? —insiste, cogiéndome fuerte del pelo y tirando de mi cabeza hacia atrás. Su aliento caliente cae sobre mi garganta expuesta y cuando trago saliva él da un lametón sobre mi nuez de Adán, disfrutando de sentir el nervioso movimiento.

—¿Estás... estás enfadado? —pregunto con preocupación. Se ha acercado a mí con ese porte imponente y autoritario y aunque no me ha herido odio cuando hace eso.

Es lo mismo que hacía antes de golpearme en el sótano.

Lo mismo que hacía papá al volver a casa.

Lo mismo que hacía m-

—No, no cariño —responde con una expresión dolida, capturando entre sus manos mi cara con un puchero. —, lo siento, solo estaba tomándote el pelo. Siento haberte asustado —dice con ese tono delicado que tanto me gusta. Y además me sonríe. —, pero tu carita es tan hermosa cuando me miras así.

Yo le sonrío de vuelta porque estoy feliz de que él lo haga. Se inclina hacia mí y sus labios continúan lo que antes ha dejado a medias. El beso es mágico: sus manos me toman de la cintura y me alzan como si flotase. Me siento ingrávido. Cuando cierro los ojos y él tiene sus labios sobre los míos no es oscuridad lo que veo, sino bonitos colores: el color cálido de sus labios después de que los humecte, el color de sus caricias, de sus ojos cuando brillan, el color de una sonrisa y un día de verano. El color de estar en casa.

El niñero (Yaoi) [EN AMAZON]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora