Azules como el mar.

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Madrid, 11 de abril de 1654.

     El agobio del vestido, la incomodidad de los zapatos, los pasos de mi madrastra siguiéndome de cerca acompañada de la habitual verborrea mañanera. Aquella era mi rutina, plagada de clichés y modales que, con el tiempo, supe que no valían absolutamente para nada. Esa mañana crucé el portón de casa, recogiéndome el faldón para no tropezar al descender la pequeña escalinata que me separaba de la calle, ignorando por completo el ofrecimiento por parte de uno de los criados que pretendía, como todos los días, darme una ayuda que normalmente no aceptaba.

     —¿Todo listo, querida?—. Jimena no dejaba de recolocarme una y otra vez los bucles azabaches de mi larga cabellera, aquella mujer no cejaba en su empeño por acercarse a la corona, yo estaba segura de que por eso engatusó a mi padre y acabó casándose con él pero esa jugada conmigo no le estaba saliendo del todo bien o, al menos, no todo lo rápido que a ella le habría gustado.

     —Sí, Jimena... Estoy lista, como todos los días—. Contesté con cierta desgana mientras tomaba asiento ya dentro del carruaje, alisándome un poco la tela del elegante vestido burdeos escogido para ese día—. Nos vemos al anochecer, estaré para la hora de la cena.

     —¡Oh! Claro... Por supuesto. Estás radiante, haces honor a tu apellido, con ese vestido pareces la más bella de las rosas. Dale recuerdos a Su Majestad de mi parte, por favor—. La mujer sonrió intentando en todo momento mostrarse cercana y amable conmigo, pero eso no lograba cambiar mi visión de ella y en el fondo la misma Jimena lo sabía, pero no podía hacer otra cosa.

     —Que tengas un buen día, Jimena—. No añadí nada más, mis palabras fueron más que suficientes para que ella retrocediese un poco y el cochero azuzase a los caballos para empezar a trotar.

     Estaba cansada, sabía que no tenía derecho a quejarme porque mi vida desde fuera podía ser de las más envidiadas y deseables pero no me sentí a gusto, estaba en una jaula de oro con todas las comodidades posibles y el único anhelo de forzar sus barrotes para salir a conocer mundo. Suspiré, de nuevo divagaba sin sentido, al menos aquel trayecto me permitía cierta distracción y tranquilidad, aunque no fue un camino excesivamente largo, agradecía enormemente esos ratitos de soledad. Entorné los ojos, apoyando la cabeza en el respaldo de manera relajada hasta que algo captó mi atención. Alcé la zurda para apartar un poco la cortina que velaba el ventanuco de la portezuela y traté de localizar el origen de los gritos y voces que llegaban hasta mí.

     —¡Al ladrón! ¡Que no escape!—. Un grupo de hombres uniformados gritaban y corrían apartando a los viandantes que se cruzaban en su camino varios metros por delante del propio carruaje que seguía avanzando, ahora de manera más lenta ante el peligro de atropellar a alguien debido al jaleo. Los guardias parecían buscar algo con nerviosismo e insistencia.

     La curiosidad me pudo y saqué un poco la cabeza por el ventanuco intentando localizar o ver mejor qué estaba ocurriendo, quizás la persona que buscaban huía por la misma calle. Nada, por mi parte no vi nada raro y tampoco es que hubiera escuchado a nadie correr anteriormente cerca del carruaje, así que di por hecho que los guardias se habían equivocado o llegaban tarde al lugar en cuestión, cosa que no me habría extrañado lo más mínimo. La guardia pasó de largo a escasa distancia de nuestra posición y parecieron dividirse por varias callejuelas tratando de abarcar más terreno.

     —No os distraigáis por favor, no me gustaría llegar tarde—. Conseguí despertar al cochero, el pobre hombre se había quedado un tanto ido al ver a los guardias, de hecho estábamos casi parados. Asintió rápidamente con la cabeza y reanudó la marcha rumbo a palacio.

     En cuanto mi espalda volvió a relajarse contra el asiento, un golpe seco, proveniente de la parte trasera del carruaje me hizo dar un brinco, sobresaltada. Rápidamente, apoyé una mano en el ventanuco y me asomé una vez más para ver qué estaba pasando. El cochero por su parte no parecía haber dado cuenta, estaba más preocupado en dar voces para que la gente se apartase del camino para que lo despejasen y poder pasar. Mis ojos no tardaron en localizar un bulto en el suelo que rodaba varios pasos antes de erguirse con la rapidez de un gato callejero. Era un hombre, de buena estatura y elegantes vestimentas, de hecho parecía preocuparle más retirar el polvo y la suciedad de la capa terciada de color azul que vestía a juego con una camisa holgada acordonada a la altura del pecho y un pantalón algo más oscuro en esa misma tonalidad, que su propia seguridad.

Tinta, el mar y una rosa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora