La experiencia de vivir a escondidas en ese cuarto tan reducido no fue, tal y como Enjolras había imaginado, nada fácil. No obstante, lo peor parecía estar desarrollándose fuera, o eso pudieron entender Grantaire y él cuando oyeron al joven matrimonio discutir vivamente a través de las paredes un día, discusión seguida por los sollozos de la querida hija Pauline, que lloraba disimuladamente en la habitación antes de volver a enfrentarse a sus padres con lo que parecía fingida alegría.

—Una malcasada —dictaminó Grantaire entonces, ante la primera de esas pistas de la realidad tras lo aparente. Sacudió la cabeza con una especie de despreocupada resignación—. Ha malgastado su vida, como tantas otras.

Hubo algo en su manera de hablar, ya fuera la frialdad de las palabras o la indiferencia de su tono, que indignó a Enjolras hasta nuevos extremos.

—No sabes de lo que estás hablando —le espetó duramente.

Grantaire, para su sorpresa, solo se encogió de hombros, sin entrar a discutir sobre el tema. Lo cual le molestó aún más que si le hubiera rebatido.

Grantaire, por otra parte, estuvo extraño durante esos días, casi huraño. La presencia de Pauline en la casa parecía estarle molestando más de lo que había mostrado en un principio, volviendo sus comentarios sobre ella y su marido mordaces y su conversación, incluso aunque versara sobre cualquier otro asunto, tosca y terminante. Enjolras comprobó enseguida la dificultad de hablar con él de manera clara y abierta, como sí habían hecho en días anteriores, y lamentó que hablar fuera precisamente una de las pocas cosas que podían hacer en ese pequeño cuarto en el que la única distracción eran las discretas idas y venidas de Rose, quien de vez en cuando lograba escabullirse para revisar su condición y proporcionarles comida, así como algo de compañía. La propia Rose, de hecho, pareció advertir también el enrarecimiento del ambiente entre ellos, pero no dijo nada al respecto.

En cualquier caso, Enjolras no tardó en cansarse de esa incomodidad y resolvió refugiarse en sus propios pensamientos, aislándose de todo lo demás. Y, en parte por la situación, en parte por la indignación que guardaba acumulada en su interior, dejó de dirigir la palabra a Grantaire a menos que le fuera estrictamente necesario.

Por suerte, el fin de semana transcurrió sin mayores sobresaltos y, una vez el joven matrimonio concluyó su visita y se despidió de Léon y Anne-Marie, el peligro de ser descubiertos terminó para ellos también. Enjolras y Grantaire pudieron regresar entonces a la "vida normal" que habían tenido hasta el momento en la casa, si bien Enjolras decidió seguir durmiendo en la habitación en la que habían estado escondidos, aquella en la que, también, había despertado por primera vez tras salir victorioso de su enfrentamiento con la muerte, decidido a mantener el menor contacto posible con Grantaire.

Eso, para él, era lo mejor. Prefería volver a estar solo.

Grantaire, mientras tanto, había empezado a mejorar de verdad. En su momento, a la hora de ser trasladado a otro cuarto, solo había sido capaz de moverse con la ayuda del doctor, pero las secuelas de sus heridas, aún latentes en su piel, no habían dado mayor problema durante el fin de semana. A la hora de salir de la habitación, además, esta mejoría había pasado a ser cada vez más evidente, hasta el punto de que Grantaire se les empezó a unir por fin en el comedor como un comensal más, animando las comidas con su conversación fácil y animada, si bien menos alegre que antaño.

Para Enjolras, por otra parte, esto resultaba un inconveniente ineludible. Cada vez le resultaba más difícil disimular su creciente incomodidad hacia Grantaire ante sus salvadores, por mucho que tratara de ser agradecido simulando mantener la concordia delante de ellos. No siempre era convincente, pues Rose llegó a preguntarle en una ocasión, de manera aparte, si había ocurrido algo; pero Enjolras prefirió no declarar nada en concreto sobre el tema.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora