Hasta el fin de mis días

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Emilio siempre ha sido como es. Él sigue los designios de mi madre y sobre todo es muy correcto. Al final lleva sobre él ese peso de ser el primogénito, así que siempre tiene en su mente llevar consigo el legado de la Familia Pasamar. Lo contrario pasa conmigo. Yo no tenía siquiera un poco de esperanza en conseguir lo que quería, solo por el hecho de ser mujer y la hija menor.

Nunca lo cuestioné hasta ese momento. Juraba que sus convicciones siempre serían las mismas, esas que no cambian sólo porque ocurra algo en especial. Al final todo lo hacía por mi madre o eso creía.

Ahí iba yo, caminando para llegar lo más rápido posible a ese puente, aunque cada paso me pesaba más y más. Casi sentía que se me fundían los pies en las piedras que pisaba, como si se me clavaran en aquel suelo intentando no llegar al momento temido. ¿Qué será de nosotras? ¿Se quedará Maite conmigo? No estaba segura de que iba a ocurrir cuando nos volviéramos a encontrar. Tenía una voz dentro de mí que me recordaba que ella había prometido salir para quedarse, pero otra estaba terriblemente asustada por lo que era el futuro de las dos.

Sentía su brazo tenso tomando el mío. Aunque no entendía su forma de llevar las cosas, comprendía que él tampoco lo estaba pasando bien y solo quería que me sintiera lo más segura posible. Pero debo admitir que no lo conseguía, no había manera que me sacara a Maite de la cabeza. Había pasado días sin verla, pero parecía una eternidad. La suficiente para no permitirme dormir, comer o si quiera vivir sin pensar en cómo estaba, si sus heridas habían sanado, si cada noche ella sentía la misma angustia clavada en el pecho como la sentía yo.

Mientras caminaba a su encuentro recordaba ese momento, nuestras gratas tertulias en las que fantaseábamos con vernos en muchos años viviendo juntas.

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– Camino, ven siéntate – dijo Maite con esa sonrisa preciosa que me había enamorado y que aún seguía haciéndolo.

– Mi amor, te estaba buscando por el parque, pensé que habías ido a casa – dije mientras me acomodaba a su lado en aquella banca.

– No, me he quedado recordando algo muy particular y bonito – me dijo mirando al horizonte mientras la luz del sol de la tarde le reflejaba en sus preciosos ojos verdes.

– A ver cuéntame, te escucho, me intriga qué es lo que pasa por tu cabeza – dije mientras acariciaba con mi mano su brazo.

–Mira–me dijo señalando con los ojos–allá por aquel árbol ¿la ves?

Cerré un poco los ojos intentando enfocarlos para ver lo que me señalaba y la vi, una chica de quizá unos 20 años sentada tranquilamente dibujando los patos del estanque en medio del parque.

–Me recuerda a ti – dijo soltando la mirada de aquella joven y mirándome a mí. Me recuerda cuando te vi dibujar en el restaurante– suspiró. Te veías tan preciosa, bueno aún te ves preciosa cuando lo haces.

Mientras Maite decía eso sentía como me ruborizaba, no podía creer que después de tantos años esta mujer me hiciera sentir como una niña de nuevo. Con sus palabras me revoloteaban las mariposas en el estómago, esas que se piensan que solo duran por el enamoramiento y que ella siempre solía mantener vivas dentro de mí.

–Siempre te veías tan tranquila y absorta en lo que dibujabas, que no podía dejar de mirarte, si se me hubiera permitido, lo hubiera hecho por muchas horas sin parar...

Mientras ella seguía recordando cómo me amaba en silencio mientras dibujaba en aquella época de Acacias, no podía dejar de mirarle las acentuadas líneas de la piel de su rostro. Seguía igual de suave aún a pesar de los años. Miraba sus ojos que mantenían ese brillo de siempre, su boca, esa que he tenido el placer de saborear con completa libertad desde que llegamos a París hace 30 años y su cabello ligeramente gris iluminado por los rayos naranjas de aquel atardecer. Mientras la miraba embelesada, me doy cuenta que detiene su relato y suelta una ligera risa.

Hasta el fin de mis días - One ShotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora