La muerte de un héroe

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No era la primera vez que un polaco se acercaba a la alambrada para maldecirles. Él comprendía que tenían mil motivos para odiarles y, por ello, intentaba escucharlos siempre.

―¡Siempre habéis presumido de ser un pueblo culto ―gritó el hombre―, pero a mí, que soy violinista, me quitásteis mi violín, que era lo único que tenía!

¡Un músico! Débil como estaba, se puso en pie a duras penas y se acercó a la valla.

―¿Conoce por casualidad al señor Szpilman?

―Pues sí, lo conozco.

Una gran emoción lo embargó.

―Soy alemán ―susurró―, y ayudé a Szpilman cuando estaba escondido en el ático de la unidad de comando, en Varsovia. Dígale que estoy aquí. Dígale que me ayude a salir. Se lo ruego.

Uno de los guardias se había acercado a ellos.

―No puede hablar con los prisioneros. Por favor, váyase.

El guardia se lo llevó, lejos de la alambrada. Sintió la tentación de resistirse, pero eso no le serviría de nada. Debía confiar en que aquel hombre llevaría su mensaje a Szpilman.

Segundos después después, escuchó de nuevo la voz del hombre.

―¿Cómo se llama? ―preguntó a voz de grito.

Se volvió y le respondió también gritando.

―¡Wilm! ¡Wilhelm Hosenfeld!

El guardia hizo que se apurara. ¿Le habría oído? Todas sus esperanzas estaban puestas en ello, necesitaba que lo hubiera oído.

                                                                                        * * *

Un par de días después los hicieron subir a un vagón de tren, rumbo a un destino desconocido.

Las condiciones del viaje fueron lamentables; apenas les dieron comida y, cuando dos soldados alemanes protestaron por el trato recibido, los soviéticos los fusilaron para que sirviesen de ejemplo al resto.

El tren hizo un alto en un pequeño pueblo. Los soviéticos les ordenaron apearse y el tren siguió su camino, ahora vacío.

―Parece ser que tenemos que cambiar de tren ―les informó un compañero que hablaba ruso―. Llegará dentro de unas horas. Esperaremos en la estación hasta entonces.

Hacía un frío impresionante. Estaban en pleno invierno y a media tarde comenzó a nevar, cosa que no contribuía precisamente a aumentar la temperatura. Los soviéticos ni siquiera se molestaron en proporcionarles mantas o algo con lo que pudieran taparse. Además, casi todos tenían sus ropas ajadas y hechas jirones.

Famélicos y hambrientos, se tumbaron en el suelo pegados los unos a los otros, intentando entrar en calor. ¡Irónica visión era aquella! Los soldados de lo que iba a ser el imperio más poderoso ahora eran humillados y maltratados por los que ellos consideraban sus más bajos enemigos. Irónica y en cierto modo triste. Quien juega con fuego acaba quemándose.

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