Capítulo VIII: Las siete vidas del gato. Parte I

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Siempre habrá una primera vez; y, sin importar la situación de la que se trate, podría resultar abrumadora. Cuando no se sepa qué esperar, las emociones emergerán sin previo aviso; se contrapondrán entre sí, creando un torbellino difícil de controlar, y dejarán a su paso un caótico rastro.

Impredecible como ella sola, arribará de un momento a otro, y se aprovechará del incauto para manejarlo a su antojo. Porque su oportunidad será exclusiva, irrepetible y, por tanto, se asemejará al más valioso tesoro.

Ejecutará sus mejores estrategias y se encargará de derribar aquello que con ahínco se afianza a los pensamientos de su oponente; jugará con los confines de su mente y saldrá victoriosa, partida tras partida.

Tendrá que hacerlo, por cruel que parezca, tan rápido como las circunstancias se lo permitan, desde el preciso instante en que haya sido concebida.

Eludirla no figurará dentro de las opciones, aunque el deseo yazca inmarcesible en las profundidades del corazón; ceder ante ella y dejarse llevar, sin embargo, se convertirá en la única alternativa.

Al final, quedará impresa en la memoria, y formará parte de un repertorio de infinitas y diversas experiencias.

Y es que, tal como dicen por ahí, las primeras veces son inolvidables.

Cuando sus ojos oscuros se toparon con los suyos, azules como el cielo y rasgados cual felino, supo que su existencia por fin había cobrado sentido, aquel que estuvo buscando sin cesar por demasiado tiempo. Si en alguna ocasión dio por muerto su corazón, entendió que solo necesitaba palpitar por una razón; violento, errático, como si la vida le fuese arrebatada y devuelta en cada latido.

Desde que lo vio, comprendió que nada en el mundo osaría competir con su hermosura: ni las delicadas flores que adornaban los jardines, ni los maravillosos paisajes, ni las criaturas dotadas de gracia y belleza; porque hasta el panorama más gris y sombrío llegaba a resplandecer si se encontraba cerca, pues el brillo de su luz nacía en el interior y se extendía, con destreza natural, hacia el exterior.

Sus manos se rozaron y, en fracciones de segundo, el contraste entre frialdad y calidez le nubló los pensamientos. Como si una perteneciera a la otra, encajaron a la perfección; las yemas acariciaban la piel suave, con toques tenues y gentiles que escondían un cándido deseo. Los pequeños y finos vellos se erizaban bajo la tela, conforme una llama se encendía en sus pechos y amenazaba con avivarse sin mesura.

La manera en la que sus acorazonados y rosados labios se curvaron, opacó al mismísimo sol; una sonrisa radiante lo encandiló.

—¿Cuál es su nombre, distinguido caballero?

Su voz creaba preciosas melodías, y anhelaba continuar escuchándolas, aunque se le fuese la eternidad en eso.

Observó el modo en que, a la expectativa, usaba dos de sus dedos para despejar su inmaculado rostro, apartando un par de dorados mechones; entonces envidió al viento por tener la facultad de mecerlos como le viniese en gana.

Le devolvió el gesto, dejando ver parte de sus perlados dientes, antes de disponerse a contestar:

—Mi nombre es A...

Frente a sí, la imagen se desvaneció como acuarelas sobre lienzo, tornándose difusa; los colores se mezclaron y diluyeron, al punto de desaparecer por completo.

El sonido emitido por el cochero, para detener a los caballos, lo trajo de regreso. Youl abrió los ojos de golpe, por lo que le costó acostumbrarse a la iluminación matutina; tan pronto como lo consiguió, se percató del lugar en el que se hallaba: Xeryc permanecía en el asiento opuesto del carruaje, mirándolo con detenimiento.

El príncipe y el hadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora