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Muchos años habían sido terminados desde la última vez que pisé Barcelona.

Mi sorpresa fué grata al reconocer un antiguo rostro de aquella época de calles tenias e inusitadas llenas de  recuerdos.
-¡Francesc!- Bramé. Francesc Barrós, era un joven paciente de mi madre. Aquél hombre merecía todos y cada uno de mis respetos, había formado parte de las más grandes guerras conocidas hasta el momento.
Aquél dia su rostro expresaba verdadero terror, dirigió su mirada hacia mi, pero tratando de evadir sus ojos que ya estaban posados sobre los mios, tropezó y comenzó a correr como si de un asesino se tratase.

Descolocada por lo sucedido decidí seguir al arcaico conocido para observar al lugar al que se dirigía. Le hostigué desde Hauptwache hasta Ludwigsstraße pero acabó disipándose por alguna avenida.
Dictaminé no hacer caso a aquél, ahora misterioso, hombre.

Los años transcurrían por nuestros calendarios. Recuerdo que, las siguientes semanas, Ádriel no apareció para acompañarme al colegio; tampoco se manifestaba el resto de las jornadas.
No suponía para mí un problema el hecho de sentirme incomprendida por el resto de personas, había residido en una casa conjuntamente con el anciano Combell.

Sin más dilaciones de las que cabe esperar, la figura ennegrecida y opaca tornó a asistir a su encuentro en el que arrebataba una vida que se aferraba como nunca al vivir.

Aquella marcha, dejó en mi un vacío incapaz de llenar. Solo quedaban recuerdos, alegres y alborozados, algo que aquél ángel nunca está dispuesto a llevarse.

Cartas de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora