Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de sauces y de higueras. EI sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en lasabluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el
boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos,
en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho
tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las
lides de Ja palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar
quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia
adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la
frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible
en el mundo material.
La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber;
observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y
levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que
saludaba con perfectos modales.
EI corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta paseaba por las
callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.
Pero Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por
la mirada de Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos
movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su
inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo
presentía: Este no será un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido
comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin
embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él,
Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el
maravilloso. Y si Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,
Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.
Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.
No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía
ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba
sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario
baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos.