Te veo en fotos, cansada, pálida, amarronada y haciendo una fuerza titánica por sonreír.
Te veo en fotos, en videos, teniendo la lucha más tremenda por ser feliz.
Te recuerdo sentada en el sillón, con el tic tac del reloj más lento del mundo, contando los segundos para dejar de estar sola.
Siento tu miedo al mirar a tu bebé, por cada sonido que emite o deja de emitir, por cada minuto de llanto, por cada hora que pasaba en cada teta, por cada siesta corta o demasiado larga.
Siento tu vergüenza por tu cuerpo raro, casi tribal, de líneas negras y curvas que se cavan en cada recoveco posible.
Tiemblo ante tu dolor por pensar que habías perdido todo, por creerte juzgada por no haber trabajado durante tu embarazo, por no avanzar académicamente, por involucionar socialmente al punto de convertirte en una visionaria de lo que se vendría dos años después, por perder la poca belleza que quedaba, por sentirte sola, sin nadie que te afirmara, que te amurara, te sostuviera y te guiara.
Pero también siento tu fuerza, para anclarte y salvarte, para inventarte y autojustificarte un tiempo de silencio, como alimento energético, como mimo al alma, como espacio para vos, carvado en la madera más dura que es el puerperio. Por no resignarte a la ayuda que no llegó y buscar otra. Por inventar nuevas formas de ser vos y por construir una voz más determinada y ancha para vaciar el dolor y llenarte de vos.
Gracias. Te veo y me llenás de orgullo. Te veo y me dolés, pero más que nada, te amo.