Los últimos suspiros de amor

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Hacía un calor asfixiante, el molesto ruido de las calles atiborradas de coches, el insoportable hedor de las tabernas llenas de tardos borrachos, las invadidas y tumultuosas callejuelas y andenes, los numerosos estruendos de las armas llameantes en los tiroteos y el entendimiento ciudadano impregnado por la ignorancia descarada retrataban un decadente metrópolis de Kiev, que etiquetarle de «degenerado» quedaba sencillamente corto de descripción. Cual gran ramera Babilonia que presume y alardea su perversión, que desluce la depravación de Acab y la maldad intrínseca de Jezabel, la ciudad de Kiev.

En aquellos inertes lugares vivía Andriy Matvienko, un joven cuya edad giraba alrededor de los veinte. Era un nihilista supersticioso y arrogante. Las grises nubes, señales de lluvia, bajo un panorama triste de atroces asesinatos y duros corazones llenos de superchería, conformaban la vista de un futuro desesperanzador y apesadumbrado. Para el joven todos estos factores culminaron en la aún no anunciada, pero que ya pedía a gritos su oficialización, ruptura con su cónyuge Dariya Trubin. Este gran tormento obligaba a Matvienko a retorcerse nerviosamente en su sillón, con el ceño fruncido y los ojos bien abiertos, pero opacos. El pobre hombre se hallaba claramente en un dilema atrapante. Le iban a visitar continuamente a su apartamento, pero casi siempre le hallaban delirando, ciertamente no se hallaba adecuadamente. Aquel día en que el áspero verano sofocaba la breve habitación de Matvienko, este se puso, aún en medio de su delirio, a escribir a pluma y tinta como le era de costumbre:

«¿Qué carne no ha visto nubes blancas de esperanza y sosiego tornarse grises y apesadumbradas, señales de triste lluvia? ¿Qué carne no ha contemplado resplandecientes y tiernos pétalos de rosa marchitarse por la atroz muerte? ¿Qué carne no ha visto el más veraz y profundo amor oscurecerse, disiparse por el odio y la siembra de discordia? Solo un inútil no habrá notado estas verdades. Pues, aunque duela, las nubes se tornan grises, la rosa se marchita y el amor se oscurece; esa es la realidad. Te amo, pero mi amor por ti y el tuyo por mí se han visto borrosos, ya parecen dos amores ajenos. Te amo, pero grises nubes han oscurecido mi estancia, han mandado una triste lluvia que me impide ir a tus amorosos brazos. Pero no es por la lluvia en sí, ni por lo fuerte ni tormentoso de esta, sino por lo desesperanzador, por lo triste, por lo decepcionante del ambiente de Kiev. Te amo, pero en el engaño de este mundo degenerado hubimos de caer. Dos corazones engañados que misteriosamente se repelen. Te amo, pero las bellas rosas que tenía para ti, para nuestro próximo encuentro, marchitaron de forma desmesurada, como si hubiesen nacido sin vida, si hubiesen florecido sin fuerzas. Lo mismo con los bellos pétalos de tu amor, la delicadeza de sus caricias, la dulzura de sus sabores, la inmensidad de sus reconfortantes olores; los cuales con sol quemante han ennegrecido su faz. Te amo, pero por el bienestar de nuestra casa no velamos. En total peligro anduvo nuestro amor paseándose por la tibia sabana. Vinieron los asaltantes y vándalos, arrasaron sin piedad. Te amo, pero nuestro veraz y profundo amor se ha visto oscurecido y disipado, rotulado y fracturado, por el simple odio amargo jamás resuelto, cosecha de discordia, no resolviendo nuestros problemas. Sé que melodías te orquesté diciendo sin cesar, que sin ti, el futuro no me ideaba. ¿Un futuro sin las caricias de tus delicadas manos? ¿Sin los besos de tus dulces labios? Te amo, pero como frágil es el cristal, así fue nuestro amor, jamás fue fortificado, jamás fue estimulado. La distancia y la ajenidad fueron la marca distintiva de nuestra relación. Porque, aunque tantas veces te diga que te amo, el amor ya está opaco, cual lámpara que se queda sin aceite o campana que se queda muda. Te amo, pero ya medicina no puede reparar, ni remedio puede recuperar. Te amo, pero ya no hay amor, te amo, pero sabes que ya no. Estos son nuestros últimos suspiros de amor, cual nube que gris se pone, cual rosa que marchita, cual amor que se oscurece. Los tristes y desalentadores últimos suspiros de amor.»

Aquella profunda hoja de papel, aquel mar de sentimientos, fue la última señal cognoscible del joven Matvienko. El cual no dejó a la policía otro remedio más efectivo que declararle desaparecido. Solo se sabe de él que aquella hirviente tarde de julio, respiró con dolor sus últimos suspiros de aquel amor.

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