Bajo la luna de Naxos

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Hay una mujer recostada sobre la arena. La brisa del mar juguetea con sus cabellos negros, con las telas purpúreas de su peplo. Desde la roca en la que la observa parece tranquila, sumida en un apacible sueño.

Pero él sabe que no lo está. Aunque hace ya tiempo que Selene brilla hermosa en el cielo, sus ojos castaños están abiertos, fijos en el punto en que hace unas horas el mar chocaba contra los cascos de unas trirremes. Ahora solo hay vacío, olas muriendo en la playa, la luz del astro reflejándose en la superficie del agua. Su respiración es tenue, calmada; su gesto, imperturbable. Y aun así, la ira más intensa recorre sus venas, abrasándolo todo a su paso en un fuego tan poderoso que ni el mismo Hefesto podría dominar. Sus manos están apretadas en puños, pegadas a su pecho; su rostro está surcado por lágrimas silenciosas que apenas nota caer.

Se pregunta cuál es la mejor forma de acercarse a ella, si es oportuno irrumpir en este momento de dolor y miseria. Se hace una idea de lo que ha pasado.

Corre entre los dioses el rumor de que ese héroe al que todos aclaman en Atenas ha abatido por fin a la bestia que se escondía entre los muros de Cnosos. Corre el rumor de que sin la ayuda de Ariadna, la hermosa hija de Minos, no habría salido del laberinto con vida. Corre el rumor de que esa muchacha ha tenido que huir de su casa, temiendo las represalias de su propia familia, encandilada por los ojos brillantes y la sonrisa segura de un héroe.

¡Ah, cómo odia a los príncipes! Pomposos idiotas, engreídos que no saben reconocer lo que tienen delante. No es la primera vez que una princesa presta su apoyo incondicional a uno de esos cantamañanas y este, creyéndose por encima de todo y de todos, la repudia y abandona como a un trapo viejo. Sospecha que la joven tumbada en la arena no será la última en sufrir semejante destino.

Decidido, se encamina con gracia hacia ella, apoyado en su tirso. Sus pasos son silenciosos sobre la arena. La brisa mueve con la suavidad de una caricia los pliegues de su quitón; la luz de la luna se refleja en el blanco inmaculado de la prenda.

—Ariadna —dice, con voz segura y tranquila, cuando se detiene tras ella.

La joven se gira, sobresaltada al oír a alguien pronunciar su nombre en una tierra extraña. Ante ella se encuentra un hombre probablemente en los últimos años de la veintena, de pelo cobrizo y rizado, enmarcado por una corona de hojas de parra. Su rostro está cubierto por una fina barba. Es alto y, aunque su pose parece severa —brazos cruzados sobre el pecho, mano izquierda sujetando con fuerza un báculo coronado con una piña, espalda recta—, su sonrisa es amable y sincera.

En el momento en que clava su mirada en los ojos del joven, Ariadna se da cuenta de que no es un hombre en absoluto. Entre el verde oscuro de sus iris puede apreciar esos relámpagos plateados que anuncian poder, ese brillo característico de aquellos que forman parte del linaje de Zeus. Suelta un jadeo y agacha la cabeza, la mirada fija en el suelo.

—Mi señor —murmulla, abrumada.

El dios que tiene ante ella suelta una pequeña risa.

—¿Sabes quién soy? —pregunta, entre divertido y maravillado.

Ariadna alza la vista rápidamente de nuevo y, sonrojada, asiente con la cabeza. Su voz es clara como la luz de Helios cuando dice:

—Dioniso.

Escucha cómo el dos veces nacido toma aire y lo suelta despacio. Una mano de tacto áspero sostiene su mentón y, con gran delicadeza, le obliga a alzar la mirada. Ariadna siente que le falta el aliento cuando los dedos del dios borran los últimos rastros que han dejado las lágrimas en su rostro. Los ojos de Dioniso brillan con la fuerza de una tormenta eléctrica que fácilmente podría rivalizar con las del dios de dioses. Su sonrisa se vuelve más amplia.

—Estúpidos príncipes —murmura, pero Ariadna escucha su voz como si estuviera hablando directamente a su oído—. Nunca aprecian lo que tienen ante sus regias caras. —Puede distinguir cierta ternura en sus palabras y Ariadna siente cómo los ojos se le empañan—. Cómo podría nadie renunciar a alguien tan valiente, tan entregado, tan hermoso —dice, casi como si estuviera hablando para sí, sin dejar de acariciar el rostro de la muchacha, que suelta un suspiro—. Ven conmigo.

Una pequeña risa, demasiado cercana a un sollozo, se escapa de entre sus labios; no es la primera vez en los últimos días que alguien le propone algo así.

—¿Adónde? —pregunta, sintiendo un nudo en la garganta.

—A todas partes y a ninguna —contesta Dioniso, con voz decidida—. A los bosques, a los montes. A donde las Moiras quieran llevarnos. Allá donde moran los que beben ambrosía.

Sonríe al ver la sorpresa dibujada en el rostro de Ariadna. Da un paso hacia atrás y, con cierta desgana, separa su mano de la piel suave de la joven. Pero no la aparta, tan solo la extiende hacia ella con la esperanza de que la tome entre las suyas. Ariadna abre y cierra la boca varias veces; cientos de emociones cruzan su rostro. Aparta la mirada y se muerde el labio.

—Yo... No sé qué decir.

—¿Que sí? —dice Dioniso, con una sonrisa algo burlona. Pero, al notar el miedo y las dudas que nublan el corazón de Ariadna, suelta un suspiro y adopta un gesto serio poco propio de él—. No soy él. No soy un príncipe voluble y caprichoso. Yo no te voy a abandonar. —Respira hondo y, tras una breve pausa, dice con solemnidad—: Te lo juro por la Estigia.

Un jadeo se escapa de los labios entreabiertos de Ariadna, que siente cómo le da un vuelco al corazón, cómo se le encienden las mejillas y un escalofrío recorre su espalda. Una pequeña sonrisa comienza a dibujarse en su rostro, insegura al principio, resplandeciente al poco. Ante ella sigue extendida una mano y, sin contemplarlo por más tiempo, la acepta. Sus dedos se entrelazan con los del dios, que tira suavemente de ella hasta que se levanta.

Ariadna y Dioniso se miran, sonriéndose como iguales bajo las estrellas.

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2021 ⏰

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