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Estaba ahí, tirado, en el duro y resquebrajado suelo de piedra hecho por los escombros de las grandes estatuas del Valle del Fin —del cual ya no quedaba nada—. Su cuerpo magullado como nunca antes; era razonable, la batalla había sido como ninguna otra, de una magnitud colosal.

Apenas tenía aliento para respirar, el solo movimiento de sus pulmones expandiendo su pecho dolía como los mil demonios. Había perdido mucha sangre, su maldita sangre. Tenía cortes por todo su cuerpo aún supurando el líquido vital, fracturas de todo tipo, siendo la más preocupante la de su brazo izquierdo —apostaría sus ojos a que sus huesos estaban triturados—. La hinchazón de su ojo izquierdo le impedía abrir el párpado y le latía como si tuviera el corazón allí. No le importaba realmente, lo tenía sin cuidado, se conformaba con uno solo para apreciar aquél amanecer.

Ese sería su último amanecer, estaba completamente seguro de ello. No resistiría más tiempo, ya estaba comenzando a ver borroso; su destino estaba sellado. No le importaba en absoluto, porque por una vez en su vida estaba en paz. Su mejor amigo se encontraba en las mismas condiciones que él, reposando a su lado en el suelo. Ya no podía negarlo más, no en esas circunstancias: Naruto era su mejor amigo, casi un hermano para él, quien fue el que le había abierto los ojos al final, incluso a costa de su propia vida.

De una extraña manera se encontraba feliz ya que todo había terminado. Este amanecer sería el comienzo de una nueva era. Una era por la cual lucharon tanto tiempo y que comenzaría sin él. Tampoco le importaba no ser parte de ésta. En ese momento solo se lamentaba de dos cosas: que Naruto tuviera que acompañarle al otro mundo —tal como se lo había prometido aquella vez, antes de la guerra— lo que más le pesaba.

Bueno... En realidad... No era lo que más le dolía en ese momento, existía algo que incluso le dolía más que todas sus heridas juntas. De lo que más se lamentaba era no haber sido capaz de contemplar por última vez su rostro. El rostro de ella.

De Sakura.

Una lágrima cayó de su ojo más sano, deslizándose por la curvatura de su sien. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que la había visto? ¿Cinco años? Sí. Cinco dolorosos años. Aquel día no fue un muy grato reencuentro, él los había atacado en aquella guarida de Orochimaru cuando no era más que un ser manipulable, repleto de odio y oscuridad, que no podía ver nada más allá de sus propias ambiciones que herían a quienes eran los más cercanos a él.

A sus veinte años se arrepentía de tanto... Pero más se arrepentía no poder disculparse de todos sus actos con ella, de sus actitudes indiferentes, de no haber sido capaz de apreciar sus lazos, de reconocerlos, aceptarlos. Porque estaban ahí, siempre estuvieron ahí, en lo profundo de su olvidado corazón.

Sakura.

Su preciada Sakura. Con esos colores tan llamativos haciendo honor a su nombre: un Cerezo en el campo de primavera.

¿Dónde estarás ahora? ¿Te encuentras bien? ¿Continúas siendo igual de fastidiosa que cuando éramos niños? Con tus sonrisas resplandecientes, tu voz chillona, tus gentiles atenciones, tus lágrimas de preocupación que no merecían ser derramadas por alguien como yo.

En ese momento fue cuando todos sus recuerdos juntos —de ella y de él— vinieron a su mente como flashes, uno tras otro, sin darle un descanso. Crueldad del destino el que pudiera verlos con tanta claridad en su lecho de muerte.

Tosió un poco la sangre que obstruía sus vías respiratorias ante la falta de oxígeno. Su tortura física terminaría pronto al menos. La tortura mental, en cambio, había estado presente en la mayor parte de su vida y no desaparecía ahora, en su final. Y, justamente, eran sus recuerdos más dolorosos que cualquier herida.

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