Capítulo IX: Las siete vidas del gato. Parte II

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Encontrar el amor verdadero nunca será una tarea fácil; si así lo fuera, en la faz de la tierra no existiría ni una sola criatura plagada de desdicha. Por ignorancia de muchos y para desgracia de otros, en ocasiones se halla deambulando frente a ojos desprovistos de visión, intentando —en vano—, llamar la tan anhelada pero negada atención.

Resulta tan evidente y natural que no parece real, pues se asemeja a una vaga ilusión capaz de hacer dudar incluso al más determinado de los hombres. En consecuencia, no es de extrañar ver a más de uno pasar el resto de sus días al lado de la persona incorrecta; sin ser consciente de que, en el fondo, su corazón sufre con el irremediable transcurso del tiempo.

Volver atrás no siempre se tratará de una opción posible; al final, aquello que pudo ser, quedará en el olvido antes de siquiera nacer.

Aunque tenía embotados los sentidos, un murmullo logró colarse a través de su sistema auditivo; lo percibía tan sutil y distante, que por un instante se preguntó si era producto de su imaginación. Sus ojos se fueron abriendo poco a poco y, con lentitud, su entorno recobraba la nitidez perdida.

El mar de sus pensamientos le impedía procesar con exactitud los estímulos sensoriales que se aglomeraban con el pasar de los segundos: las luces del atardecer se asomaban como pequeños destellos, al igual que los vivos colores de la naturaleza, y sus retinas apenas captaban aquello cual fragmentos.

«Di...», creyó oír de repente y, ajeno al origen de la voz que se manifestaba en los confines de su mente, intentó dar con su paradero: aletargado, movió su cabeza de un lado a otro, tanteando el suelo con las palmas de sus manos, en busca de apoyo; a causa de eso, se percató de las gotas que se cernían sobre el verde césped, justo antes de que sus dedos quedarán impregnados por la fría tierra.

La barrera invisible, que en un principio lo rodeó, había desaparecido; a su alrededor no existía nada fuera de lo normal.

«Dimi...».

Mordió su labio inferior, con frustración, cerrando sus ojos con fuerza; los volvió a abrir a continuación.

«Dimit...».

Inspiró profundo y suspiró del mismo modo, sintiendo cómo sus latidos se aceleraban de golpe, amenazando con hacerlo vomitar. Sus uñas se enterraron en la tierra cuando, a medias, consiguió incorporarse; sus rodillas estaban flexionadas; sus hombros, inclinados hacia adelante, y su rostro apuntaba al suelo.

El gélido vaivén del viento lo incitó a reparar en la humedad de su cuerpo y su ropa.

—Hytris...

Alguien lo llamó, por lo que procuró alzar la vista en su dirección.

—Hytris...

Pronunció de nuevo.

Y él pudo verla allí, con el cabello recogido y algo desprolijo, una fina capa de maquillaje acentuando sus rasgos faciales, y su acostumbraba vestimenta de trabajo. La preocupación impresa en su faz era notoria; advirtió sus intenciones al verla acercarse, y lo siguiente que supo fue que la mujer lo cobijaba entre sus brazos.

—Me parece que fui bastante clara.

El rubio no ignoraba sus palabras, mas prefería no responder a ninguna de ellas mientras descansaba en su pecho.

—No debiste tocar mis cosas.

Una leve y maternal caricia en sus cabellos relajó sus músculos de inmediato.

—Tonto.

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El príncipe y el hadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora