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«Dios, qué jodida estoy».

Llevaba mirando al techo desde que me había despertado hacía treinta minutos. El cerebro: hecho un lío. La polla: como una piedra.

Bueno, como una piedra otra vez.

Fruncí el ceño sin dejar de mirar el techo. No importaba cuántas veces me había masturbado desde que ella me dejó el día anterior, aquello no parecía bajar nunca. Y aunque nunca creí que fuera posible, era peor que los otros cientos de veces que me había levantado así. Porque esta vez sabía lo que me estaba perdiendo. Y eso que ella ni siquiera me había dado la oportunidad de correrme.

Nueve meses. Nueve putos meses de erecciones matutinas, de masturbaciones y de infinitas fantasías con alguien que ni siquiera deseaba. Bueno, eso no era del todo cierto. La deseaba. La deseaba más que a ninguna otra mujer que hubiera visto en la vida. El mayor problema era que también la odiaba.

Y ella me odiaba a mí. Pero me odiaba de verdad. En mis treinta años nunca había conocido a nadie que me sacara de quicio como lo hacía la señorita Park.

Solo su nombre ya me ponía a mil. «Maldita traidora». Bajé la vista hacia el lugar donde estaba formando una tienda de campaña con las sábanas. Ese estúpido apéndice era el que me había metido en ese lío en un primer momento. Me froté la cara con las manos y me senté en la cama.

«¿Por qué carajos no pude mantenerla metida en los pantalones?» Lo había conseguido durante casi un año. Y funcionaba. Guardaba las distancias, le daba órdenes... Mierda, tenía que admitir que había sido una verdadera cabrona ese tiempo. Y de repente, perdí la cabeza sin más. Solo hizo falta un momento. Sentada en aquella sala en silencio, su olor me envolvió y esa dichosa falda... Y la forma en que me puso sus tetas en la cara... Perdí el control.

Estaba segura de que si me la tiraba una vez sería algo decepcionante y dejaría de desearla tanto. Por fin tendría algo de paz. Pero ahí estaba de nuevo, en mi cama, empalmada como si no me hubiera corrido en semanas. Miré el reloj; sólo habían pasado cuatro horas.

Me di una ducha rápida, frotándome con fuerza como para borrar cualquier rastro que me quedara de ella de la noche anterior. Iba a parar eso, tenía que hacerlo.

Lisa Manoban no actuaba como una adolescente en celo, y sin duda no iba follándose por ahí a las chicas de la oficina. Lo último que necesitaba era una mujer dependiente fastidiando todo. No podía permitir que la señorita Park tuviera ese control sobre mí.

Si alguien se enteraba de lo que habíamos hecho, no solo podía perder mi trabajo, sino que podía perder todo por lo que había luchado. Pero, por mucho que la odiara, no la veía haciendo algo como eso. Si había algo que había aprendido sobre la señorita Park en ese tiempo era que se trataba de una persona leal, en quien se podía confiar. Llevaba trabajando para JYL Ult desde la universidad y por algo se había convertido en una parte muy valiosa de la empresa. Ahora le quedaban solo unos meses para acabar su máster y después podría escoger el trabajo que más le gustara. Seguro que no iba a poner eso en peligro.

Pero, mierda, lo que hizo fue ignorarme. Entró llevando una gabardina hasta la rodilla que ocultaba cualquier cosa que llevara debajo, pero que le servía más que bien para mostrar esas piernas fantásticas que tenía.

Oh, diablos... Si llevaba esos zapatos había posibilidades de que... «No, ese vestido no. Por favor, por el amor de Dios, ese vestido no...». Sabía perfectamente que no había forma de que tuviera fuerza de voluntad para soportar aquello justo ese día.

La miré fijamente mientras colgaba la gabardina en el armario y se sentaba en su mesa.

Madre de Dios, esa mujer era la mayor tentación del mundo.

No soporto a mi jefa - Chaelisa G!PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora