Setenta mil espectadores abarrotaban el estadio. El recinto era un hervidero de banderas, música y nervios. El sol brillaba con fuerza en el cielo, aunque de vez en cuando se ocultaba tras unas cuantas nubes dispersas y la tarde se oscurecía un poco; segundos después, sin embargo, el sol volvía a brillar y el viento hacía ondear alegremente las banderas.
Era la ceremonia de apertura de los Juegos. Estábamos todos en nuestros asientos, cerca de la pista, al otro lado de la recta de llegada: James Natouch, Deena, Sunny y el Ángel, Samantha, los Mahidol y unos cuantos famosos y activistas gay. El único que faltaba era Earth, que se había marchado al campo y estaba inmerso en sus investigaciones, pero le había enviado un telegrama a Fluke deseándole buena suerte.
Todos estaban entusiasmados por el colorido excepto yo, que ya había presenciado otros Juegos, aunque debo admitir que los canadienses habían organizado el mejor espectáculo de todos los tiempos. La pasión de los canadienses por el esplendor se reflejaba en la pista: la Policía Montada con sus trajes rojo escarlata, regimientos de escoceses con sus faldas a cuadros, la Guardia del Parlamento de Ottawa con sus sombreros de piel de oso... Y tras ellos, el desfile de todas las minorías de Canadá: indios y esquimales, francocanadienses, alemanes y ucranianos, todos ellos con sus trajes regionales.
Yo estaba aturdido, agotado por las largas semanas de lucha, eufórico por el nerviosismo y mareado por la orquesta y el son de las gaitas. De entre todas las personas de aquel desfile, sólo una significaba algo para mí, y esa persona hizo su aparición muy pronto.
Los equipos salieron a la pista, cada uno de ellos con su abanderado al frente. A mi edad, yo no aprobaba la idea de que los Juegos se hubieran convertido en un torpe vehículo de lucimiento de la política nacional, pero, cuando el equipo apareció en la pista y alcancé a ver la bandera de Tailandia ondeando sobre las cabezas de los atletas, un impresionante escalofrío me recorrió el cuerpo.
Le apreté el brazo a James.
—Ahí están —dije.
El equipo de Tailandia, que a punto había estado de quedar hecho trizas por la persecución que había sufrido Fluke, se acercó lentamente. Todos vestían con una chaqueta roja con detalles en color azul: los hombres llevaban pantalón blanco y corbata roja; las mujeres, falda blanca y una bufanda roja alrededor del cuello. Encabezando el desfile, en solitario, iba Fluke. Caminaba orgulloso y con paso elegante, casi militar, y cargaba la pesada bandera, que se inclinaba un poco por la brisa. Sus gafas resplandecieron bajo el sol y su cabello se alborotó. Su sonrisa expresaba felicidad. A ambos lados del estadio, el público prorrumpió en oleadas de gritos de ánimo y fervientes aplausos que acompañaban el desfile de Fluke.
Pocos atletas habían llegado a unos Juegos Olímpicos precedidos por tanta publicidad como Fluke. Finalmente, su lucha por llegar hasta donde estaba había convertido la hostilidad en afecto o, por lo menos, en una calurosa bienvenida.
Buena parte del público del estadio parecía estar diciendo: «Muy bien, de acuerdo, está aquí. Tratemos bien al Animal y veamos si sabe correr». Fluke pasaba ahora frente a nosotros. Sabía que estábamos sentados por allí, en alguna parte, y se atrevió a apartar una mano del mástil de la bandera y a saludarnos con un gesto.
Yo rodeé con un brazo a James y con el otro a Kao, y los tres nos abrazamos estrechamente. A mí se me hizo un nudo en la garganta, James tenía lágrimas en los ojos y Kao sacudía lastimeramente la cabeza, lamentándose con una sonrisa triste de su mala suerte.
—Miradlo —dije—.
Habría sido un Marine estupendo.
Deena lloraba de pura alegría.
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El corredor de fondo (adaptación OhmFluke) -Libro 1-
RomanceEsta es una historia adaptada del libro de Patricia Nell Warren "El corredor de fondo". Un amor que florecerá en una época dónde las relaciones homosexuales son penadas y vistas como lo peor que existe, un amor que florecerá en un ambiente hostil pe...