Twelve

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Jungkook

—Qué demonios fue eso? —siseó Viktor, parado en el centro de la habitación, la cabeza me daba vueltas por los flashbacks...Una cálida playa soleada, un niño y una niña abrazándose... Una niña enojada con el niño, pero perdonándolo con una sonrisa.

La pregunta de Kisa sobre mi nombre y edad apuñalaron mi cerebro. Pero nada, nada se manifestó; ninguna respuesta emergió para contestar las preguntas que ella hizo. Siempre había estado adormecido. Había aprendido a ser siempre un luchador de prisión, quien tenía una necesidad abrasadora de venganza. Había aprendido a no pensar nunca en mi nombre. Había aprendido a no pensar nunca en mi edad, de dónde venía. Había aprendido a aceptar que solo... Era...

¡Joder!

—¡Jk! —espetó Viktor. Por primera vez, el estruendo de su familiar acento me dejó paralizado.

Miré a los ojos del borracho, y di varias zancadas, hasta cernirme sobre él. Incliné la cabeza hacia un lado mientras estudiaba su rostro. Viktor era bastante corpulento, alto, su acento era similar a...

El 818 tatuado en mi pecho se sentía como si estuviera ardiendo, y dije: —No eres coreano. Todos a aquí son coreanos, excepto tú... Tú suenas diferente.

Viktor palideció y miró mi tatuaje, y después volvió su mirada a mi cara. Sacudió la cabeza y contestó: —No. No soy coreano.

Dando un paso incluso más cerca, oliendo el resquemor del alcohol en su aliento, apreté los dientes y demandé: —¿De dónde eres? Y no mientas.

Viktor tragó duro, una expresión derrotada escondida en su rostro. —Georgia.

—Hablas como ellos —gruñí, pensando en los guardias. Los guardias de esa prisión, quienes me golpeaban, denigraban, desarmaban pieza por pieza... Quienes iban a mi celda por la noche...
Viktor se dejó caer en la silla detrás de él. —Eso es porque yo era uno de ellos —susurró. Ardí en rabia. Una tormenta, un jodido huracán de violencia se formó dentro de mí.

—¿Eras un guardia? —siseé a través de los dientes apretados, me dolí el cuello de la tensión muscular.

—No era un guardia, era un transportador. Pero asistía a las peleas. Incluso ayudé a entrenar a algunos de los luchadores. —¿Qué? —repetí, el shock en mi voz—. ¿Hay más de uno?

Viktor asintió y suspiró. —Hay muchos. Son lugares donde las almas son olvidadas, lugares donde los jóvenes desaparecen de la faz de la tierra, lugares donde se volvieron nada más que monstruos de lucha.

—¿Y yo? —pregunté con los dientes aún apretados—. ¿Me conoces?

Viktor sacudió la cabeza. —No, no personalmente. Nunca te he visto pelear. Pero el tatuaje en tu pecho proviene del único ring en el que se hacen apuestas: georgiano. Tu tatuaje me dice que vienes de una prisión georgiana. Lo supe en el instante en que te vi. Tienes la misma mirada muerta en los ojos que todos los presos tienen. La mirada que permanece en ellos después de arrancarle su humanidad.

—Soy de Alaska. Mi prisión está en Alaska —presioné.

Viktor levantó la mirada hacia mí y dijo: —Fui ahí solo una vez. Llevaba a los luchadores a donde necesitaban ir, entregaba a los luchadores en la puerta de aquel lugar. No tuve opción hasta que pagué la deuda de mi familia. Entonces, ellos me cogieron como entrenador. Pasé años entrenado luchadores para la jaula de la prisión, hasta que el jefe de la mafia me compró, y vine a entrenar luchadores a tiempo completo, aquí en Nueva York.

Entrecerré los ojos. —¿Tenías éxito en ese lugar? ¿Tus luchadores ganaban?

Viktor asintió. —Sí. Ellos ganaban. Mis luchadores eran invencibles hasta que me trajeron aquí. Me hubieran matado si fallaba.

Amor de invierno -JJKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora