Siempre, desde muy pequeña, pensé que el fútbol era un deporte aburridísimo: 22 hombres en pantalones cortos, dos arcos y una pelota. Nunca pude entender como mi padre, sus amigos y mi abuelo Cacho podían pasar tantas horas frente a nuestro televisor viendo partidos larguísimos. Nunca entendí (ni entiendo hoy) cuando es osai, ni distingo una falta de un penal, etcétera. Lo peor de todo, y la razón por la que existen estas líneas, es que papá, desde que tengo memoria y hasta hoy, me pidió siempre que me siente a su lado y que vea los partidos con él.
Con los años, mi abuelo Cacho murió de un infarto y los amigos de papá se fueron mudando muy lejos; nos quedamos solos, él y yo, frente al televisor. Ahora tengo 24 años, ya no soy la niña que él podía alzar en cada gol, en cada victoria. Pero, por alguna razón, aun vemos algunos partidos juntos, nunca supe por qué; nunca me interesó el fútbol, ni sus reglas, ni sus novedades, ni sus escándalos. Viví 24 años sin saber por qué mi padre amaba tanto el fútbol, incluso cuando sus antiguos compañeros de glorias y de angustias ya no estaban. Pero ese día, el 11 julio del 2021, lo descubrí: Argentina contra Brasil en el maracaná.
El mundo se tiño de celeste y blanco. Argentina volvió a ganar un título importante después de 28 años de angustias. Cuando vimos esos argentinos orgullosos de su bandera levantaron esa copa inmensa y vi a mi padre saltar de su asiento, y llorar, y gritar a los cielos «¡COMO ME HUBIERA GUSTADO QUE ESTEMOS TODOS JUNTOS EN ESTA VICOTIRA!» y me abrazo con todas sus fuerzas, como si volviera a ser una niña pequeña, en ese momento lo puse. Estuve equivoca, todos estos años estuve equivocada. No, el fútbol no son solo 22 tipos, dos arcos y una pelota, es mucho más.