Don Lucas

3 1 1
                                    


-Buenos días, don Lucas.

-¡Chinga a tu madre!

Era mi día a día, cada que pasaba por esa calle en la que le mostrabas al mundo tu peor versión, tu peor "yo", o simplemente tu auténtico "yo". Y no sé por qué seguía saludándote, si de alguna forma que después de saludarte solo iba a obtener como respuesta un "chinga a tu madre", y no te importaba que esa madre a la que me mandabas chingar, era tu hija. A veces me daban ganas de regresar la mentada: "¡la tuya en vinagre, pendejo!". Pero no lo hacía, porque a ella -a tu madre, así como a su memoria- todavía le guardo un gran aprecio y amor.

O le guardaba más bien, pues de ella sólo recuerdo que antes de que partiera, solíamos ir los domingos a su casa, quedaba a una calle de la nuestra más o menos; ustedes platicaban un rato mientras yo jugaba y me paseaba por toda la casa. Cuando terminaba de jugar, y ya había agarrado todas esas figurillas de porcelana que se supone, y con justa razón, tenía prohibido agarrar; regresaba a escuchar el desenlace de aquella plática que nunca terminaba en nada, como una versión de barrio de las mil y una noches en las que cada relato acaba donde comienza el siguiente. Ahora, no puedo más que asombrarme por la capacidad destructiva que tenía en aquel entonces. Regresábamos a casa: yo con un regalo o con el bolsillo lleno de dulces de vainilla y café que se supone durarían toda una semana. No me aguantaban más de dos días.

Recuerdo, don Lucas, que por aquellos entonces tenías un "taller de imprenta", más bien eran un par de máquinas: una imprenta y una graneadora; de las cuales, la primera -al vez por mi culpa- ya no servía, pero se mantuvo ahí todo el tiempo que duró ese taller esperando que algún día fuera arreglada. Pero no sucedió, en cuanto llegué dejó de ser una imprenta para convertirse en un barco pirata, una nave espacial, una máquina del tiempo steampunk donde viajaba al pasado a ver dinosaurios o al futuro a salvar al mundo del apocalipsis, quizá todas al mismo tiempo: una máquina del tiempo steampunk en la que viajaban piratas al espacio a salvar al mundo del apocalipsis. Todo menos una imprenta.

Además, recuerdo que tuvimos una mesita que servía para limpiar las láminas de aluminio que se ocupaban en la imprenta "dándoles una pasada con thinner". Ahora me llegó a preguntar si esas "pasadas con thinner" , no te las dabas también tú. Y una televisión vieja, donde solías ver los partidos del Cruz Azul; en el transcurso de ellos me hablabas de Palencia, de Hermosillo, de "Supermán" Marín y demás leyendas del equipo. Solíamos comentar el partido, e incluso me dejabas narrarlo -lo cual era lo que más me gustaba del fútbol, por no decir lo único- en tu empeño por hacerme un aficionado más del Cruz Azul. Nunca lo lograste. Siempre fuiste opacado por los balones ovalados del football americano, por la cabellera de Polamalu, y por aquellos geniales -a la manera de ver de un niño de seis años- cascos que chocaban cada domingo de septiembre a enero. Siempre los vi como auténticos gladiadores que peleaban en un campo de césped, como semidioses que se encontraban por encima del resto de los mortales.

También tenías un radio, en el que siempre que limpiabas las láminas de aluminio que se usaban en la imprenta, sonaban cumbias y demás música caribeña, y a veces veces rock & roll sesentero. He de admitir, que con justa razón las escuchabas a esas horas; pues para trabajar, no hay mejor música, que la guapachosa. Cuando no había partidos que te interesaran o caricaturas que me gustaran, ese radio nos hacía compañía, tanto así que al final del día, te terminas encariñando con las mismas canciones que se repetían mañana, tarde y noche todos los días; y así fue como "La camisa negra" de Juanes se terminó convirtiendo en el soundtrack oficial de los "juegos de la imprenta". ¿Cómo decía la letra? "Tengo la camisa negra porque mi amor está de luto".

Ahora dime, don Lucas, ¿en qué momento fue que el mundo dejó de ser así? Porque parece que "La camisa negra" nunca dejó de sonar en aquel radio viejo, que esa imprenta nunca dejó de ser una imprenta y que el sitio desde el cual salen estas palabras nunca dejó de ser un taller. Pero las cosas cambiaron, y en algún momento dejamos de visitar a tu madre, porque ella ya no estaba con nosotros, se transformó en comida para gusanos, quizá en ceniza, o tal vez en humo que se esparce en la nada. El taller cerró, sus paredes fueron resanadas y pintadas, aquel suelo de concreto pulido ahora es de loseta, aunque eso sí, aquel cuarto sigue igual de oscuro y frío que como lo era en mi recuerdo de hace años. Aquella graneadora que se supo mi fuente inagotable de canicas que después apostaba -y perdía- en la escuela un día estuvo ahí y al siguiente desapareció. Nunca fui un buen jugador ni un buen apostador, al parecer tú tampoco, le apostaste todo a las calles y ahora mírate. Aquella imprenta que era una nave espacial, un barco pirata, una máquina del tiempo y todo menos una imprenta, ahora está ahí arrumbada siendo un literal nido de ratas que por las noches no dejan a nadie dormir. Y en mi insomnio, don Lucas, en el insomnio producido por aquellas ratas y la cotidianidad de una ciudad horrible que parece odiar a sus habitantes, me llega tu recuerdo, ese recuerdo que acabo de describir. Recuerdo que me llega a todo color, con los trazos definidos, como un tatuaje bien curado que se queda en la piel de quien lo porta para siempre. Desde aquellas épocas quería estar tatuado, don Lucas. "Si te tatúas, te mato". A la fecha esas palabras resuenan en mi mente cuando pienso en tatuarme.

Pero también me llegan otro tipo de recuerdos. Y cuando intento recordar a aquel don Lucas, en su lugar me aparece el recuerdo de otro tú, tal vez tu verdadero tú. De aquel don Lucas que cuando apenas llegaba a saludarlo me respondía con un "Chinga a tu madre", y si ella -mi madre- pasaba junto a ti, los insultos eran peores. En su lugar recuerdo a aquel don Sebas que le lanzó una piedra a un volkswagen, nada más porque sí, porque no tenía una buena razón para no hacerlo. O a aquel don Sebas que teniendo una casa, una cama con cobijas que lo abrigaban; siempre prefirió a las calles, a esas calles que si lo abrigaban, era con un "Tony". Estos otros recuerdos, don Lucas, se quedan también como tatuajes, como esos tatuajes que uno se hace en estado de ebriedad bajo los efectos de la euforia del alcohol y el perreo intenso, sin pensar bien las cosas. Y a ti, don Lucas, así como a aquellos recuerdos de lo que eras, los desconozco.

Ahora parece que tengo aquellos recuerdos bastante frescos, bastante claros, pero la realidad es que mientras los miro con más detalle, más difusos se vuelven. Si aquellos recuerdos pasan por mi mente cual un carro pasa por la avenida, puedo verlos con tanta nitidez que parece como si yo estuviera ahí, viviendo aquel momento. Pero conforme me voy adentrando en el recuerdo, conforme me voy sumergiendo en el océano de mi memoria, aquel recuerdo se vuelve más bien borroso, incompleto, como el boceto de un dibujo que nunca fue terminado y cuyo trazo, que sirve como frontera entre el plano de lo real y de lo imaginario, entre lo finito y lo infinito, se volviera cada vez más difuso, al grado de que se termina perdiendo en el papel en el que fue trazado. Y aquella imagen del don Lucas que narro aquí se convierte en una fantasía pura y dura que nace de la memoria de un cabrón sin idea del mundo, a quien cada vez le cuesta más trabajo trazar en su memoria aquella línea que divide la verdad de la ficción.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Sep 23, 2021 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

AntologíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora