Era una criatura hermosa.
O al menos eso decía la leyenda.
Desde que era pequeño, había oído hablar de esos monstruos terribles, dioses marchitos y mortales divinos que a causa de sus pecados habían sido castigados por una terrible maldición, la cual condenaba a cualquiera que se atreviera a mirarles con ojos desprevenidos a una inmortalidad inmóvil e insomne. Cualquiera que osaré ver dentro de esos seres, pasaría a ser simplemente el mudo espectador de un panorama que se repetiría incontables veces, tantas como otros cometiesen su mismo error.
Aún conociendo el mar de tormento que traería la ponzoña de aquellas bestias, era casi imposible no mirarlos, se decía, ya que no sólo su legendaria belleza lasciva era sumamente atractiva, a pesar de lo monstruosas que eran, sino que su canto resultaba sumamente dulce y atrayente a los oídos humanos, al punto de hacerles caer hipnotizados frente a su sonido, logrando de este modo que cayeran de rodillas e ignorasen su principal deformidad: la corona de serpientes que se erigía en lo alto de su cabeza, y sus largas garras y colmillos, especialmente afilados para cortar la carne. Se decía también que su voz era tan hermosa que incluso sus lamentos eran melodiosos.
A pesar de todas esas leyendas, advertencias e incluso las historias contadas por aquellos que habían sobrevivido a terribles encuentros con esas abominaciones, aún había quienes se aventuraban a intentar darles caza. En parte, por el logro que esto representaba, pero también por el alto valor de su sangre. La que emanaba del lado izquierdo era un veneno letal, para el cual no había ningún antídoto, mientras que la del lado derecho era un elixir prodigioso, capaz de curar cualquier enfermedad y alargar la vida de quien la bebiese durante tres días. Ni siquiera hacía falta mencionar el valor de sus cabezas, las cuales no sólo protegían contra la mala suerte, sino que durante un largo periodo de tiempo, aún conservaban el poder de petrificar a aquellos expuestos a esta. Sin embargo, por su rareza y la dificultad para conseguirlas, eran extremadamente raras y codiciadas, lo cual había llevado a que la última de estas se perdiese hace tiempo.
Respecto a sus debilidades, lo único que se sabía con certeza era que tras un cristal, sus poderes eran inútiles, y que entre más vidas consumieran, más largo sería su castigo inmortal, y más tardarían en perder su poder luego de ser muertas.Quitando las dos únicas certezas, el resto era completamente mentira, ya que la criatura que tenía frente a él no se parecía en nada a eso.
En primer lugar, el ser que habitaba la pequeña jaula de cristal no cantaba. Ni tampoco miraba a nadie a los ojos, y mucho menos se mostraba lascivo. Si era cierto que poseía una belleza inigualable, pero las lágrimas negras que manchaban su delicado rostro impedían que este pudiera ser apreciado en su totalidad. En cuanto al cuerpo, pese a estar proporcionado era bastante delgado, aunque bien formado. Eso si podía apreciarlo, puesto que lo único que cubría parte del cuerpo de esa criatura era su larga cabellera, una enorme masa de serpientes iridiscentes y oscuras que llegaba hasta sus tobillos y se retorcía constantemente, siendo la única excepción cuando este se hallaba dormido. Si, era un caso muy particular, puesto que nunca antes se había visto u oído de una gorgona que no fuese hembra. De todos modos, aquella tenía su masculinidad cercenada, una precaución que había tomado su captor para que en caso de escapar, no pudiera reproducirse, de manera que se quedaría andrógino por toda la eternidad, lo cual atraía aún más la atención de los morbosos visitantes que eran invitados a observarle.
Tampoco poseía aquellas largas garras tan temibles, y sus pequeños brazos llenos de heridas abiertas eran tan delgados que difícilmente tendrían algún tipo de fuerza. La sangre pálida que emanaba de esas heridas era sobrexplotada día tras día, ya que al ser incapaz de morir por el método convencional, se había convertido en una fuente infinita de veneno y medicina, una cosa a la que el rey no se podía resistir.
Lo otro que al príncipe de cabellos claros no le cerraba era que el origen de esas criaturas fuera un castigo por un acto pecaminoso u horrido. Al menos para el, aquello que moraba frente a sus ojos no parecía ser capaz de nada terrible; se veía sumamente joven e indefenso, y su apariencia no sería diferente a la de cualquier niño que comienza la pubertad de no ser por las pequeñas escamas brillantes que relucían en los rincones de su pálida y verdosa piel, su particular cabello y esos enormes ojos dorados que casi siempre estaban hinchados e irritados debido al llanto.
A Zed le hipnotizaba mirar aquellas orbes, que habrían resultado letales de no ser por la jaula de cristal que los separaba. Sabía que por lógica, esas criaturas eran hermosas para atraer a sus presas, pero aún así no lograba mentalizar que algo tan hermoso podría resultar tan letal. Quizá era eso lo que le producía la atracción, el pensar que una sola fractura en el vidrio podría conducirle a él y a todo el reino a la ruina en cuestión de segundos, o podría ser también la belleza de su voz. O lo que el creía era su voz, puesto que jamás había conocido palabra alguna proveniente de su boca, mas si le oía llorar. Era un llanto único en el mundo, porque a pesar de expresar un terrible dolor y helar el alma, era melodioso, como el sonar de miles de flautas, un sonido extremadamente armonioso pero colmado de sufrimiento, tan refinado que era como si pudiera sentir en carne propia la aflicción ajena, e incluso sentía como si una voz invisible le empujase a observarle más de cerca, o buscar alguna manera de mitigar su sufrimiento.