Capítulo 12

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Maca

Gema había hecho un desastre con su fajita.

La mayor parte del relleno estaba desparramado en el plato, lo demás se caía por debajo, tenía los bordes de la boca con palta y se rehusaba a que alguien la ayudara, porque ella ya estaba grande y sabía comer sola.

—Mi amor, a veces es bueno que te ayuden —le dijo Rubí, quien estaba sentada a su lado—. Mira, estái toda sucia po, y esa es tu polera favorita.

La pequeña miró su camiseta gris con el estampado de una jirafa, parecida a Frida, que ahora tenía manchas conocidas y otras de dudosa procedencia.

—Pero mi papá dijo que ya soy una niña grande.

—Las niñas grandes también dejan que sus mamás las ayuden a comer fajitas, porque es un poco difícil, ¿o no?

—Sí es difícil —dijo con tristeza, mirando su plato—. Es que se me cae todo.

—Ya, vamos a lavarnos las manos y la cara, y después yo te hago otra, ¿te parece?

Gema asintió y se levantaron de la mesa en dirección al baño.

No dejaba de asombrarme ver a Rubí compartir ese lazo con la pequeña, de tanta paciencia y comprensión, recordándome un poco a la conexión que yo tenía con mi mamá. Esa admiración, pronto se transformaba en una calidez implícita entre mis latidos, de esas que hay que leer muy bien para entender que también significan amor.

Éramos solo las cuatro en mi departamento: Gema, Rubí, Jose y yo, por lo que, cuando terminamos de comer, mi hermana se quedó con la pequeña en el sillón, junto a Rocky, y nosotras fuimos a lavar los platos.

—¿Cuándo llega a Santiago? —me preguntó, mientras ella terminaba de pasar la esponja y yo enjuagaba.

—De madrugada.

No tenía ganas de verla, se lo había dicho miles de veces, pero Jacinta insistió en que habláramos, que le diera una oportunidad para explicarse, así que era definitivo que esa noche llegaría.

Rubí no estaba muy feliz y yo tampoco, pero, en el fondo, quería creer que tenía una buena excusa, aunque después de muchos intentos, no logré pensar en algo que la justificara.

—¿Se va a quedar acá?

—No.

Lavó sus manos para quitar los restos de espuma, las secó y se apoyó en el mueble de la cocina, esperando que me desocupara. Sentía su mirada encima, preocupada, comprensiva, ansiosa por demostrar que sus ojos podían contenerme, que no me dejarían sola, pero yo ya sabía todo eso, incluso si no me miraba.

Dejé el paño a un lado, con el que sequé los restos de agua, y me tomó la mano para atraerme a ella.

—Mira tu boquita —habló con angustia, pasando su pulgar por el contorno de mi labio inferior lleno de pequeñas heridas.

Había saciado las ganas de llorar a punta de mordidas, tanto en la piel interna, como externa. Estaba cansada de los ojos hinchados, del constante apretón en la garganta, del dolor en el estómago y el pecho por pensar, una y otra vez, en las veces que Jacinta me escuchó hablarle de Rubí y me mintió en la cara; por seguir pensando en todo lo que pudo y no fue.

Porque en tantas ocasiones le dije que, si Rubí me recordaba, si me seguía queriendo, yo dejaba todo y me devolvía a ella.

—No es nada —sacudí la cabeza, pero no engañaba a nadie.

—¿Te duele? —se refirió a las heridas.

—Antes ardía un poquito, ya no.

Entonces, dejó un beso delicado, como si cualquier movimiento poco pensado fuese a dejar daños irreparables sobre la piel ya destruida de mis labios. Y, aunque yo no quería un beso bajo la advertencia de "frágil", sino uno sin miedo al derrumbe, no pude hacer más que recibirlo y dejar que me abrazara, porque mi cuerpo no daba para más que eso.

Siempre tú | Rubirena |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora