Guerra de Sugerencias

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Atención, atención, los siguientes reclutas deben dirigirse al bloque A:
González
Montoya
Reyes
Salazar
Podréis ver la ubicación de vuestras camas en la pantalla de vuestro móvil. No tardéis en acomodaros, salís mañana.
El altavoz sigue dando directrices, pero Montoya ya no presta atención. Toma todas las mochilas que su madre preparó y se las carga al hombro. El aire huele a humedad, esa humedad que es el enemigo de los soldados. La que si te descuidas se abre paso a través de tus dedos y se convierte en muerte.
La pantalla de su móvil se ilumina con un contador, Cortana le dice que está tardando demasiado y le indica en un mapa, que bien podría ser para niños, dónde tiene que ir. Lo sé Cortana, piensa Montoya. El bloque A está en lo alto de una colina, una suerte si se tiene en cuenta que los mosquitos se comerán primero a los que están al lado del lago.
La luz se ve opacada por la gran lona de color verde, creando un ambiente surreal, casi sobrenatural. Entra y ve a varios como él. Pringados. Todos parecen estar escuchando a un hombre que ronda los 70 años, con ojos azules sobre arrugas profundas. Está contando batallitas, cómo no.
- Vosotros sois todos chavalillos y por eso no podéis comprender el sentido de esta guerra. Yo viví sus inicios – hace una pausa dramática en su monólogo improvisado – Recuerdo que en mi época Cortana era una simple asistente personal que teníamos en los ordenadores y muy pocos, en su móvil.
- Esa historia ya me la sé – dice un muchacho rubio con acento del norte y una cicatriz en la cara – pero no me cuadra nada. Ayer vi a Cortana en el televisor, justo cuando me pedía que me uniera a esta puta guerra.
- Eso es ahora – afirma el viejo y Montoya ve cómo se está impacientando porque le crean – pero cuando yo era muy joven sólo nos daba indicaciones del tipo, qué restaurantes probar, cuáles sitios visitar, te daba noticias del tiempo o si querías dejar una reseña.
- Me estás jodiendo, hombre – suelta Montoya, sin poder evitarlo – Las grabaciones de las voces se hicieron a posteriori. Según un artículo que leí, seguir indicaciones directamente de los líderes ha probado ser más eficiente.
- No, muchacho – dice mientras hace un chasqueo de desaprobación con la lengua - Te equivocas, esas personas a las que llamas lideres no eran más que voces en un aparato. Luego comenzaron a manipularnos con las sugerencias. Entonces, ya no sólo te recomendaban restaurantes, sino que te daban a entender que tal restaurante era tan famoso porque así lo quería la competencia. En algún momento comenzamos a tomar todo aquello que nos decían como inapelable.
- ¿Cómo explicas lo de las ciudades? – replico.
- Poco a poco nos embarcamos en una lucha – dice con una cara de consternación muy típica de los de su calaña – Supuestamente todo lo que hemos hecho era en beneficio propio o así es como nos lo contaron. La sectorización era el siguiente paso. Pronto surgieron las ciudades Siri, lo que hizo que la gente se reafirmara en su opinión de que Cortana tenía razón, la competencia existía y estaba ganando terreno.
- Tonterías – resopla Montoya.
- No me creas muchacho, pero al menos que sepas por lo que estás muriendo – dice con una falsa inocencia.
Montoya coge su paquete de cigarrillos y sale de la tienda. Respira el aire de la noche con ese último regusto a humedad. No quiere escuchar más de lo que ese hombre tenga que decir. Menos ahora. Odia ese tipo de análisis post-moderno, es como decir que la guerra de Troya comenzó por celos y un amor furtivo, que la primera guerra mundial se desató por la rebeldía de un adolescente o que la tercera fue por un malentendido en un e-mail. Simplificar las cosas, supone Montoya, es de humanos.
Ve las estrellas caer y en el horizonte, un rayo rojo vertical que marca el punto. Como en los videojuegos de antaño, piensa, dejando su sonrisa desaparecer en una mueca de amargura. Hace ademán de ponerse en pie para regresar a la tienda, pero se detiene cuando se da cuenta de que en realidad da igual si logra dormir o no.
El mismo hecho de que lo estén llevando a él, que nunca ha disparado una araña ni ha conducido un vigía, es significativo. Junto a la desesperación que electriza el ambiente y lo vuelve suyo, la respuesta es fácil: esto es una misión suicida. Si tan solo pudiera imaginar cómo era la vida antes...
El rugido de un motor lo saca de lo que él pensaba había sido un ensimismamiento, pero no, aparentemente habían pasado horas desde aquella conversación y el sol comienza a despuntar en el horizonte. Todos trabajan como pequeñas hormiguitas hacendosas, con un ritmo casi frenético.
- ¡Eh, novato!, ¿piensas ayudar o qué? – le dice el rubio con la cicatriz, mientras en su boca se entrevé una sonrisa.
- Ay, sí, perdón – dice al aire como disculpándose con todos sus compañeros, aunque nadie lo escucha.
- Acuérdate también de coger tu equipo – dice el rubio desde la lejanía. Se movía con una velocidad increíble – nada peor que un novato desarmado o ¿era un mono con pistola?
- ¿Acaso no es lo mismo? – grita Montoya y el rubio estalla en una risa contagiosa.
Trata de ayudar con los preparativos, pero allí todo el mundo parece saber precisamente lo que hacer, así que se va a la tienda donde tienen todo el arsenal. Una vieja con cara de rana y unos párpados que podrían ser cortinas le dice que coja una araña y firme aquí.
Montoya revisa la hoja y es un acuerdo de consentimiento donde regalas tu vida por un penique, ¿qué coño?, ¿dónde está ese penique?, piensa Montoya. Como si tuviera opción, murmura. La mujer levanta con languidez los parpados y le pregunta que si había dicho algo. Él responde que no y sigue.
Abre la mano que retenía la araña y ésta se despliega. Montoya se sorprende, se la imaginaba más grande. La araña baja por su mano y él la bate instintivamente para quitársela de encima, pero ella sigue como si nada. Le hace una diminuta incisión en la base de la palma y Montoya siente el brazo más pesado.
De pronto, como si el rumor de que ya era la hora hubiera corrido, todos los soldados se comienzan a subir en los contenedores de vigías. Él se apresura a trepar a uno, no quiere morir por una sedición accidental, al menos quiere morir luchando. El vehículo se pone en marcha.
- ¿Son esos los vigías? – pregunta Montoya a un chico bastante joven, un par de años menor que él, calcula.
- Sí – le responde, observándolo con unos ojos llenos de miedo.
- Los esperaba más grandes, igual que las arañas, parecen indefensos – dándose cuenta de que el tema estaba haciendo que al chico le saltarán las lágrimas, le dice – Quédate cerca de mí y prometo protegerte con mi vida – él asiente y se le ve más feliz.
- ¡Estamos llegando! – alguien grita desde el fondo.
A Montoya el aviso le parece una redundancia, nada más hacía falta ver a través de la ventana para saberlo. Miles de pequeños vigías con los colores de las facciones Siri, Cortana y Sam están enfrentándose a un gigante, sacado de los mismísimos cielos o del infierno, según como se mire.
El gigante es de metal blanco y gris con una G de colores en uno de sus lados y de él sale una columna de laser rojo, que de vez en cuando baja para barrer todo a su paso. El punto rojo marca el camino, recuerda.
- Hoy no voy a morir – grita cuando se acopla a su vigía.

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⏰ Última actualización: Sep 07, 2021 ⏰

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