Capítulo 1

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Un caballero que hacía honor a su título era por ser gentil, amable y educado con sus pares; sin una palabra ofensiva que creara malestar entre las damas presentes o no tuviera el despropósito de llegar a hacerlo, si no quería ganarse a pulso que las puertas de Almack's estuviera cerradas para él. Claro estaba, si dicho hombre de exquisitos modales, de buen porte y con bolsillos bien abultados, que generaba más suspiros que lamentos en las madres de las poñuelas, deseaba una esposa a su lado. Los que no eran caballeros, ni estaban por la labor de casarse, depravados y adictos al desenfreno y a la lujuria, estaban excluidos de ese buen hacer, si no fuera porque ellos mismos se alejaban del sagrado sacramento como si fuera la peste misma.

Después de decir quién era caballero o no, que seguramente una señora casamentera podía explicarlo mucho mejor que una humilde servidora, siempre se le respetaba, en cualquier círculo social; daba igual que fuera un lord o alguien perteneciente a la alta nobleza. Por más infame que pudiera ser el hombre, no se le podía arrebatar el trato que correspondiera a su estatus social.

Era alguien importante.

Incluido, a él, lord Myers que miraba con una mueca de hastío a los presentes, unos bailando con sonrisas bobaliconas; otros, riéndose con la boca desencajada por una cosa graciosa, demostrando una exageración pueril digna de retratar. Hasta un caballo se hubiera sentido ofendido de tal exhibición con la dentadura. El pobre animal no tenía culpa de ser más elegante que los humanos.

Intentó no poner los ojos en blanco, pero los puso, sabiendo que con ese gesto conseguía que su adorada madre cometiera un gran pecado, arrugar su nacarada frente. Afortunadamente, no estaba a su lado y su rostro no se afeaba por algo tan humano como el fruncir el ceño.

¿Por qué había aceptado ir a esa fiesta, si era lo mismo que se encontraba cada noche?

La música era igual de una casa que otra; el ponche aguado en todos los sitios a los que iba, por el simple detalle que sus invitados no se desmadraran. Nótese el cinismo cuando los hombres se iban hacia una habitación donde les estaban permitido fumar y se tomaba su merecido vaso de whisky escocés mientras las damas ignoraban los temas subidos que se trataban entre partida y partida de cartas. No iba a ser que lastimaran un oído que otro sensible.

Hubiera dicho alguna excusa para no presentarse, hubiera sido lo suyo; no obstante, no podía olvidar que llevaba un apellido gracias a sus padres, más había venido al mundo con unas propiedades a sus espaldas – la mayoría de ellas en ruinas, nadie tenía porque saberlo, pero así era -, que debía hacer gala a ello y buscar una esposa que siguiera la continuidad del árbol genealógico de su familia porque no tenía más hermanos. Si fuera por él, lo quemaba entero.

- Hijo, ¿por qué no me acompañas y saludamos a un par de conocidos?

Era su madre, lady Myers, viuda porque su difunto padre no tuvo el preciso cuidado de no desnucarse el cuello tras una caída aparatosa con su caballo favorito, mas las malas lenguas decían que se había pegado un disparo en la sien porque no había podido más, superado por las furiosas demandas de sus acreedores, en otras palabras, endeudado hasta el cuello. Y era curioso, porque finalmente las historias acaban en un único camino. Verdad o no, cualquier persona quería poner su guinda al pastel y dar su versión de los hechos, sin que hubiera estado presente en el acto de su muerte.

- ¿Qué sentido tiene de saludarlos si ya los conozco?

La dama se abanicó como si no lo hubiera escuchado. La conocía tan bien como si realmente fuera él su padre y no su hijo. Pero no se escapó de su trampa; le cogió del brazo, atrapándolo para que no tuviera ningún escape. Ojalá lo hubiera visto, pero acabó aceptando como una tarea más que hacía en su vida.

- Su hija más joven ha venido del internado, uno de tantos que hay en el extranjero, y hace poco se ha presentado en sociedad. Es una encantadora y dulce chica. ¿No te entra curiosidad en conocerla?

No le dijo la verdad para no dañar sus sentimientos, ni a su piel; no iba a ser que no le hablara jamás en la vida. Lo arrastró hasta un grupo cerrado que estaba formado por la dichosa familia, cuya famosa hija se habría educado con las más estrictas maestras, con el fin de ser un encantador cisne. Un bonito adorno para cualquier salón de Londres.

No le interesó en absoluto estar escuchando. De primeras, no le llamó la atención; ni al segundo minuto... ni a los cinco minutos que pasaron de cortesía. Tampoco, la damita en cuestión, cuya madre quería endosarle, emperifollándola de virtudes que supuestamente tenía, no se esforzó en hablarle, resultado de lo que podía ser una gran timidez innata o de una enfermedad por nacimiento, y alguien no se lo había dicho a la pobre para no herirla.

- Si me disculpen, me he acordado de que le he prometido a cierta joven un baile – dicho esto, les dejó con la palabra en la boca, y lady Myers lo miró con sus ojos bonitos abiertos como platos, para luego después, emitir una risa cantarina que le permitiera disculparlo.

- Como es este hijo mío, no para de acaparar la atención de cualquier dama, ya casada o no.

La excusa fue poco creíble porque no bailó con ninguna dama como presenciarían más tarde ya que su presencia brillaba por su ausencia; se fue de la fiesta, ocasionando que cierta joven se sintiera casi insultada al ver la realidad. Pero recordó, más tarde, que no había cambiado; era el mismo joven de antaño; prepotente, arrogante y clasista, que una vez conoció y tuvo la mala suerte de topárselo alguna vez. Por más que tuviera un envoltorio inusual y llamativo, no podía decir lo mismo de su interior.

Para el caballero, le importó bien poco como se pudiera haber sentido. Había estado el suficiente tiempo para cumplir con su papel.

Eso había sido suficiente. 

No soy como él (Volumen I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora