Sabor amargo

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El café me sabe amargo. Más que de costumbre. Y eso que he vuelto a echarle tres terrones de azúcar como hacía cuando nos conocimos, aunque él siempre me dijese que eso no era café, sino «una pasta dulce con un chorro de oro negro».

Quizá por eso quise acostumbrarme a beberlo de una manera distinta. Como me acostumbré a poner dos vueltas de llave a la cerradura cuando me voy a dormir, a emparejar los calcetines al tenderlos y a coleccionar los consejos de limpieza que vienen en las revistas.

Pequeñas manías que me dejó su estancia.

No sé por qué, pero no puedo parar de recordar ese tipo de detalles desde que me enteré de la noticia.

He encendido el ordenador y revisado una por una las carpetas donde están nuestras fotos. Han pasado tantos años desde las primeras que ya casi no puedo reconocernos en ellas. Y, sin embargo, sí recuerdo perfectamente muchos de los momentos que están retratados en aquellos positivos. Y, sobre todo, la desbordante felicidad que experimenté a su lado.

Nunca fui un tipo fácil, eso está claro. Pero Haruki hizo cuanto estuvo en su mano —y más— por tratar de comprenderme y hacer que lo nuestro funcionase. Supo entenderme, respetó mis tiempos, mi espacio, y lo hizo sin alejarse un ápice de mi lado, para que siempre me sintiese acompañado, para que la soledad que había experimentado con Ugetsu nunca me abrumase de nuevo.

O, al menos, lo hizo hasta que mi estupidez y mi crueldad le alejaron definitivamente.

Y nadie puede imaginar cuánto me arrepiento.

Un trago más, más amargor.

Ahí está de pronto esa foto. Era la que había estado buscando.

Puede que para los demás no signifique nada. Incluso si él la pudiese ver ahora mismo, ¿sería capaz de reconocer su importancia? Probablemente no. Porque eran mis ojos los que lo miraban con insano anhelo, temiendo que no nos quedase mucho tiempo juntos, y deseando poder exprimir cada momento hasta que no quedase una gota de mi propia esencia y todo estuviera impregnado de él. Para tenerlo conmigo incluso cuando ya no estuviera.

Mi mirada. Sé que ahí empezó todo. Tal vez se fue fraguando antes, poco a poco, a fuego lento, pero en ese momento pensé por primera vez que era mío, y que no dejaría que me abandonase nunca.

Porque el miedo a perderle crecía en mí cada día, porque ya había experimentado la ausencia y no me sentía capaz de volver a pasar por ello. Porque ese temor me convirtió en alguien tóxico, despiadado y cruel, que abusaba del amor de Haruki para evitar que se alejase.

Aunque justo eso fue lo que conseguí.

¡Qué ingenuo! Creí que podría atarlo a mí con mil cadenas, que el daño que le hacía no haría mella en lo que sentía, que mientras lo mantuviera cerca no dejaría de amarme. Creía que su amor por mí sería fuerte.

Y en realidad lo fue. Más de lo que debía, más de lo que yo merecía.

Fui yo quien falló, quien lo hirió y lo arrastró, quien lo llevó a un camino sin retorno, quien se hundió en los mismos hábitos que había abandonado, quien regresó a esa espiral de autodestrucción y autocompasión en la que adoraba revolcarme. Porque pensaba que era la única manera de mantenerlo a mi lado.

Porque nunca confié en su amor.

Haruki siempre creyó que era mediocre, una persona de lo más normal, alguien sin un verdadero talento. ¡Y qué equivocado estaba! Él lo era todo. Era brillante, atrapante, el nexo de unión para todos los que estaban a su alrededor.

Quienes le conocíamos podíamos ver esos hermosos destellos que brotaban de sus ojos y de las notas de su bajo, esa calma que rodeaba su espíritu y que envolvía en un halo de paz a cualquiera que lo requiriese.

El Haruki del que me enamoré. El Haruki al que destruí.

Era una estrella para muchos, aunque él no lo sabía.

Ni siquiera yo lo supe inmediatamente, pero acabé atraído por su brillo y, cuando lo vi tan claro, quise abrigarme en su calor, ser iluminado por su luz.

Pero en lugar de eso lo que hice fue apagarlo. Porque yo no sabía amarlo.

Si pudiera volver atrás en el tiempo lo haría sin duda, y le diría una y mil veces que lo amo, lo estrecharía entre mis brazos aspirando ese aroma a café y canela que tanto me gusta, lo recostaría sobre mi hombro mientras contemplamos el cielo nocturno y acariciaría su sedoso pelo con mis dedos. Pero, sobre todo, le permitiría respirar, le demostraría que confiaba en él, en que me amaba, y le daría la libertad que le arrebaté para que nuestro amor creciera. Le dejaría ser, porque era único y maravilloso.

Haruki fue... No, es el amor de mi vida.

Y es demasiado duro saber que yo pude haber sido el suyo.

Cierro los ojos un instante y puedo visualizar su hermoso rostro, su cabello suelto ondeando al viento; escucho su risa y el tono suave de su voz mientras pronuncia mi nombre. Lo veo sobre mí, con el cuerpo desnudo y los ojos brillantes, los labios hinchados después de besarnos sin mesura, su respiración agitada y gotas de sudor perlando su piel.

Sus manos enlazándose con las mías.

«Te amo», me susurra antes de dejarse caer sobre mi pecho y permitirme que lo estreche con ternura.

Haruki es la perfección.

—Haruki. Haruki. Haruki.

Por más que repita su nombre ahora en voz alta, como si fuese una invocación, no vendrá. Nunca volverá conmigo.

Un trago más. De nuevo el amargor.

Abro mis ojos y contemplo la pantalla del portátil, aquel selfie en la estación antes de regresar de nuestro último viaje juntos. Aquella ultima vez en que fuimos felices, aquella ultima vez antes de que mis miedos destrozaran lo único bueno que me había pasado en la vida.

¿Cuántos años han pasado? ¿Tal vez diez?

El Haruki de la imagen me devuelve la mirada y yo acaricio su rostro digital. El tacto artificial me ancla nuevamente a la realidad. Esa en la que ya no está a mi lado.

Tomo una vez más mi móvil y deslizo el dedo sobre el icono de Instagram, donde la publicación en la que he conocido la noticia continúa abierta.

Observo nuevamente la imagen: Mafuyu sostiene un lirio en la mano y Ue lo mira sonrojado. A su lado un hermoso Haruki vestido con un traje blanco y su recién declarado marido, Yatake, de smoking negro, les sonríen felices.

El pie de foto no deja lugar a dudas.
«El novio me ha regalado un lirio de su ramo porque nosotros seremos los siguientes en casarnos. Que seáis inmensamente felices, Haruki y Take».

Los corazones con los que Mafuyu ha adornado la publicación me parecen una burla hacia el mío, que yace en mi pecho hecho mil pedazos.

Doy un último trago a mi café y entonces soy consciente de que el amargor no procede de mi bebida, sino de mis labios, de mi propio interior.

Es el sabor de la pérdida, del dolor propio y del que he infligido, de la añoranza y el pesar, del miedo, de los demonios que conviven conmigo y de la envidia que corroe mi alma por no ser yo quien ha compartido altar con Haruki. El sabor de haber amado y haber perdido, de haber errado sin capacidad de remisión, de ser culpable de mi propia infelicidad.

El sabor amargo que me acompañará para siempre.

Y no merezco menos.

Sabor amargo [Given]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora