Marinette

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—  ¡Oh, gatito! Mira a toda esa gente solitaria.


Una mujer camina despreocupada por las calles de París. Se toma su tiempo para ir y venir entre parques y aceras, admirando la belleza de la ciudad. No parece tener punto de partida ni destino, y sin embargo no deja de caminar por todas partes.

Los que se la topan al pasar le dan la vuelta. Toman su distancia y evitan mirarla a los ojos. Quienes la han visto antes hablando sola se preocupan por la inestabilidad de su mente; los que la ven por primera vez se asustan por su aspecto, y por eso todos optan por ignorarla.

Tiene el cabello alborotado, sucio y descuidado. Rastas enredadas se han formado de sus mechones tan negros, que si estuviera limpio se podría jurar que destellarían brillos azabaches. Su cuerpo es delgado, al punto de lo malsano. Y parece no preocuparse de su aspecto a juzgar por el harapiento pijama rojo que siempre lleva puesto y que ha decorado con lunares negros que pintó con un marcador sobre la tela. A pesar de los sucio de su rostro se puede ver que tiene unos ojos de azul precioso, pequeñas galaxias que brillan con nostálgica tristeza.

Como todos los días, se detiene en las puertas de Notre Dame, donde acaba de efectuarse una boda.

Con sumo cuidado recoge uno a uno los granos de arroz de la entrada, aquellos que fueron lanzados a la feliz pareja recién casada para desear prosperidad y dicha. La mujer llena una bolsita hasta el tope, y se sienta en los escalones con un montón de calcetines que sacó de quien sabe donde.

Uno a uno los va cosiendo, dándoles formas humanas con extraños trajes de colores y rellenándolos de arroz. Luego busca pequeños niños y les regala los muñecos de trapo, contándoles historias de héroes y aventuras que todos creen que solo existen en su mente. Delirios de un cerebro trastornado.

— Ella es Ladybug, y el es Chat Noir — Le dice a una pequeña niña mientras pone en sus manos una muñeca carmín y un muñeco negro. — Seguro que los conoces.

Pero la niña solo la ve con extrañeza. Esos nombres jamás los ha escuchado. Esos héroes jamás los ha visto.

Y las muñecas terminan en el próximo bote de basura, al lado de las historias de la mujer de pijama roja.

— ¡Lucky Charm! — Grita la mujer a veces alzando los brazos al aire, justo cuando su alrededor está más en silencio. Y con eso espanta más a la gente.

Y aunque el sargento Rogers ya le ha dicho que su aspecto hace mal a la ciudad, la mujer vuelve a diario a las puertas de Notre Dame, y se sigue paseando por los alrededores de la torre Eiffel. Y más de una vez han tenido que cuidar que no trate de subirse al borde. Por alguna razón, la mujer cree que puede llegar hasta la punta de la torre si le prestan una cuerda de yoyo. 

— ¡Oh, gatito! Mira a toda esa gente solitaria.

Le dice son fervor al aire, y muchos aseguran que habla con los gatos callejeros que se juntan a su alrededor por la noche, buscando un poco calor en el invierno parisino. Pero el gato que ella está buscando distaba mucho de sus nuevos compañeros. Porque al menos él si sabría como contestarle.


Varias veces a la semana, un lujoso automóvil negro se detiene en el portal de Notre Dame. Un hombre de cabello cano, abrigo fino y ojos grises tras lentes oscuros busca a la trastornada joven.

Cuando la ve, se sienta junto a ella, sin importarle ensuciar sus costosos pantalones. Nadie sabe sus razones. Todos lo creen un filántropo excéntrico que siente pena por la pobre mujer.

— Hola, Hawk Moth — Saluda la chica perturbada, y sonríe mostrando sus descuidados dientes.

— Hola, bicho raro. ¿Estás comiendo bien? — Pregunta el hombre extendiendo un plato de arroz y verduras que sabe que ella no va a comerse, igual que todos los que ha traído antes.

— Hasta que me regreses a mi gatito. Te lo he dicho. — Contesta la mujer haciendo un curioso puchero.

Entonces, así como llegó aquel sujeto se pone de pie y desaparece entre la gente sin decir más. 

Lo que no se sabe es que el hombre, más que pena siente culpa.

Por que su deseo fue el que llevó a la desdicha a esta pobre mujer.

Y es que, se suponía que ella debía olvidarlo todo, o debía desaparecer en cuerpo y recuerdo como lo hicieron todos los involucrados de ese día. Se suponía que el poder absoluto corregiría todo, pero no lo hizo.

Gabriel se vio obligado a dar en sacrificio a un hijo que nadie sabe que existió, tuvo que amenazar y dar muerte a la familia y amigos de la guardiana, tuvo que cambiar el curso del tiempo y todo para traer al amor de su vida de vuelta. Y se suponía que solo él debía recordarlo, y que esa sería su eterna condena.

Eso creyó hasta ver a una joven de pijama roja vagando por París.

Y aunque la culpa lo carcome, no tiene excusa para ayudarla. No tiene razones que darle a su mujer por su preocupación. Y todo lo que puede hacer es llevarle comida caliente que ella no comerá nunca.

— ¿A dónde pertenecen todos? — Pregunta en un mar de gente esa mujer, ahogada en rostros que no ha visto en ninguna parte. Buscando entre todos unos ojos verdes que sabe que no volverá a ver nunca.

Y termina por cansarse de esperar por su gatito. Se hace a la idea de que tiene que buscarlo, pelear por él. 

Roba un yoyo rojo de un puesto de juguetes ambulante. Se escabulle con la agilidad que le dejaron sus días de batalla, y termina en el campanario de Notre Dame. En el borde de la torre puede ver de nuevo los colores del atardecer desde lo alto de la ciudad, como lo hizo antes tantas veces.

Tira la cuerda del yoyo, y en sus delirios no nota que el juguete no se agarra de ninguna parte.

Y salta. Cae con ojos cerrados directo a el hasta siempre.


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El automóvil negro se detiene en la puerta de Cementerio del Père-Lachaise. El hombre de gabardina elegante y lentes oscuros camina entre las lapidas hasta encontrar la que busca.

Es pequeña, de piedra vulgar color gris, y no tiene nombre en ella.

Porque nadie supo que quien murió esa tarde llevaba por nombre Marinette Dupain-Cheng. Y que incontables veces los había salvado a todos, perdiéndose a ella misma en el proceso.

El hombre se hinca frente a la losa, sin importarle arruinar sus pantalones de marca. Saca del bolsillo una navaja y con ella talla con sumo cuidado letra tras letra marcando la piedra, hasta quedar conforme.

"Ladybug" Puede leerse ahora. Ya no es una tumba sin nombre.

Gabriel saca de su abrigo un pequeño muñeco hecho de calcetines. Es rojo con una mota negra en la frente. Es igual a la pequeña motita que ahora vive escondida en su casa, y que no termina de llorar cada noche. 

Deja el juguete junto a la lápida. Y camina en silencio con una sonrisa nostálgica en el rostro.

— Toda esa gente solitaria. ¿A donde pertenecen todos? 


All the lonely people #MLB OSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora