La espalda me dolía y las piernas me temblaban, pero debía seguir arrancando las hierbas de los surcos o el mediero nomás no me iba a dar la raya completa, y si no me la daba, nomás pura tortilla iba a tener la ofrenda del Chuchito, luego me iba a venir a jalar las patas por mal hermano, por flojo pa'la chamba.
—Ándale Crescencio, que los peones ya tan echando miradas de que vas rete atrás, el mediero no te va a querer soltar la raya completa, y vamos a necesitar pa'la ofrenda de tu hermanita, en paz descanse. —Me dijo mi apa, persignándose, cuando me alcanzó en el surco de al lado.
Miré a los demás, agachados, pegándoles el sol en la mera espalda. Le quise echar más ganas, pero nomás no le hacía, era re' nuevo pa' la deshierbada y los dedos ya parecían de piedra, tenía quince años apenas. Sudaba y sudaba, harta sed que tenía, pero capaz que el mediero me avienta su mirada de canijo si me ve que voy a la sombra a echar un trago de agua. ¡No! ¡Pa' que! mejor le seguí dando.
...
Ya pa' las cuatro de la tarde nomás me hice cinco surcos, mi apa ocho y los peones siete. El mediero nos dio completo porque mi apá hizo de más. Estábamos en las piedras debajo del árbol, entre el camino pal' pueblo y el campo del mediero, los peones y mi apá contaban chismes y albures de las señoras del pueblo, yo hacía como que no escuchaba, apurando el agua porque ya se andaba acabando. La espalda y las piernas iban recuperando las fuerzas y ahí fue cuando la vi. A lo lejos, por el camino, venía una señora alta con su sombrilla y a su lado venía un angelito, con un vestido blanco y un sombrero de paja.
—¡Uuuy! Ya se le cayó la baba al Crescencito. —Dijo un peón señalándome con el dedo.
—Y con la hija de Doña Regina. ¡uuuy! ¡Nooo! Don Vicente ni va a dejar que le hable tu chamaco, Crescencio. —Le dijo otro a mi apá.
Mi apá lo miró y les dijo dándome unas palmadas en la espalda.
—Mijo no anda pa' eso todavía, ya sabe que hay que apurarse con la escuela, pa' que no vaya a terminar aquí como nosotros, nomás tostándose en el sol.
—Pues ojalá se dé cuenta el chamaco, porque aparte de que se le pueden ir los pies, el Vicente es re bravo pa' su chamaca y su mujer, si la otra vez nomás de que mi mujer le habló a la suya, pues no ya andaba diciendo que andamos queriendo sacar provecho de sus riquezas y su compadrasgo con el padre.
Luego mi apá no sé qué más les dijo, porque pasó la Jacinta con su amá y los oídos se me apagaron. Su piel brillaba aún bajo la sombra de su sombrero, sus cabellitos largos se veían suaves como hilos de seda, luego cuando me miró y la miré, sentí cosquillas en la panza, hasta dejé de sudar. Nos miramos y ella medio me sonrió. Fue tan rápido que su amá no se dio cuenta, además pasaron sin saludar. Ya cuando se alejaban volteaba a ver a cada rato a ver si ella también, pero ya no.
—Ya se le fueron las patas tu muchacho Crescencio. —Dijo el mediero, me puse colorado, luego mi apá le contestó algo, pero no me acuerdo, yo ya nomás pensaba en la sonrisa bonita de la Jacinta.
...
Estábamos poniendo la ofrenda de mi hermano Chuchito, mi amá puso la foto gris que nos tomó mi tía de la ciudad, le puse cuernos porque yo era el mayor, estábamos bajo el ahuehuete del rio.
—Híjole Crescencio, se nos acabaron las mandarinas. Vas a tener que irte corriendo a la plaza antes de que se levante. —Me dijo mi amá, sacando unas monedas de su monedero.
Salí corriendo porque ya era tarde, llegué a la plaza y busqué un puesto donde hubiera mandarinas, en eso me jalaron del brazo, era la Martina, mi compañera de la escuela.
—Tas bien ciego Crescencio, no ves que la Jacinta te hizo señas en la esquina pa' que le hablaras, ni la viste. —Nomás dijo Jacinta y me puse a buscarla con la mirada.
—¿Dónde que no la veo?
—Pues no porque su amá anda en la plaza, date la vuelta por la otra calle, anda ahí del arbolito del parque, ahí ves que casi no se ve.
—Pero tengo que comprar unas mandarinas.
—¡Correlé! —Me dijo la Martina dándome un jalón del brazo. Ya ni pensé más, el calor se me subió a las mejillas y empecé a sudar.
Empecé a correr cuando la gente de la plaza no me podía ver, entre más me acercaba al parque más cosquillas sentía en el cuerpo. Llegué y busqué, casi salto de la emoción cuando vi su vestido blanco entre las ramas del árbol del rincón del parque. Ni podía respirar bien, pero me acerqué.
—Ho-hola. —Le die yo todo re nervioso.
—Hola. —Me dijo ella.
¡Ay! Pero si fue lo más bonito que eh sentido en mi vida, verla de cerca, su cabello cafecito como sus ojos, re bonitos, y sus labios rositas, su piel clarita como el helado de vainilla. Su voz era más bonita que todos los cantos de los paajritos.
—Hola. —Le dije de nuevo. Ella sonrió, sentí pena porque seguro andaba yo re rojo.
—Te vi el otro día en el campo. —Me dijo ella y yo sonreí.
—Si, yo también te vi, llevabas ese vestido.
—Si, tu estabas trabajando con Don Lucio y tu apá.
—Si, tu ibas con tu amá.
—Si, tú te veías bien rojo del sol. —Dijo ella y sonrió.
—Si, estaba rojo de que vi.
—¿Y por qué te pusiste rojo?
—Porque... Tivíasbienbonita.
—¿Qué?
—Que te veías bien bonita. —Le dije, ella se puso rojita de los cachetes.
—Ya va a venir mi amá. Luego le digo a la Martina que te diga donde te veo.
—Si, yo tengo que comprar mandarinas. Son para la ofrenda de mi hermanito Chucho.
—Si, se murió tu hermanito, pero ya tienes que irte, si te ve mi amá le va a decir a Vicente y luego va a sacar su pistola.
—Si, le dices a la Martina cuando te puedo ver.
—Si.
Ya me iba a girar cuando la Jacinta me agarró de la camisa y me dio un beso en la mejilla. Nomás me quedé como piedra al sol, caliente y rojo. Ella se fue.
Su olor se me quedó bien grabado en la mente. Cuando llegué a mi casa mi mamá me despertó de las ilusiones que me hacía con la Jacinta cuando me dio una zarandeada porque se me olvidaron las mandarinas.
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La Jacinta y los demonios.
HorrorEn un alejado pueblo, hace mucho tiempo, un par de adolescentes se enamora, pero una serie de sucesos hará que su historia termine de la forma menos pensada.