caballo y yo entré por el arco gótico del vestíbulo. Otro criado de paso furtivo me condujo en silencio desde allí, por varios pasadizos oscuros e intrincados, hasta el estudio de su amo. Muchas de las cosas que encontré en mi camino contribuyeron no sé cómo a exaltar las vagas sensaciones de que antes he hablado. Mientras las cosas que me rodeaban —las molduras de los techos, los sombríos tapices, el ébano negro del suelo y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso— eran muy conocidas por mí, por estar acostumbrado a ellas desde la infancia, mientras no vacilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me sorprendían por lo insólitas las fantasías que aquellas imágenes habituales despertaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro —pensé— era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. Me saludó con azaramiento y pasó. El criado abrió entonces la puerta y me condujo a presencia de su señor.
La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas largas, estrechas y ojivales se hallaban a tanta distancia del piso de roble negro que eran absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz roja pasaban a través de los cristales enrejados, arrojando claridad suficiente para distinguir los principales objetos; la mirada, sin embargo, luchaba en vano por alcanzar los rincones más alejados de la estancia o los entrantes del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El mobiliario general era profuso, incómodo, antiguo y deslucido. Libros e instrumentos musicales yacían desparramados en desorden, pero no bastaban para dar vitalidad alguna a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera penosa. Un aire de severa, profunda e irremediable melancolía envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá donde estaba tendido y me saludó con una calurosa viveza que tenía mucho —y éste fue mi primer pensamiento—, de cordialidad exagerada, del esfuerzo obligado de un hombre de mundo ennuyé ; pero una ojeada sobre su rostro me convenció de la perfecta sinceridad. Nos sentamos y durante unos momentos, mientras él callaba, lo miré con un sentimiento que participaba de la compasión y del pavor. ¡Jamás hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras penas podía persuadirme a admitir la identidad del ser exangüe que ante mí tenía con el compañero de mi adolescencia. Aun así, el carácter de su fisonomía había sido siempre notable: una tez cadavérica; unos ojos grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de curva extraordinariamente hermosa; una nariz de delicado tipo hebraico, pero de ventanillas de una anchura desacostumbrada; un mentón moldeado con finura que revelaba en la falta de prominencia una falta de energía moral; un cabello que por su suave tenuidad parecía tela de araña: estos rasgos, unidos al excesivo desarrollo frontal, componían en conjunto una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter predominante de aquellas facciones y de su expresión habitual implicaban una alteración tan grande que dudé del hombre con quien estaba hablando. La espectral palidez de la piel, el milagroso brillo de sus ojos me sobrecogieron sobre toda ponderación y hasta me aterraron. Además había dejado crecer su sedoso cabello al desgaire y, como aquel tejido de telaraña flotaba más que caía en torno al rostro, me era imposible, incluso realizando un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.
Me sorprendió hallar cierta incoherencia, cierta contradicción en las maneras de mi amigo, y pronto descubrí que provenía de una serie de pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un azaramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad yo estaba preparado para algo de esta índole, no menos por su carta que los recuerdos de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones a que llegué tras rememorar su peculiar condición física y su temperamento. Sus gestos eran tan pronto vivos como indolentes, su voz pasaba con rapidez de una indecisión trémula (cuando su ardor parecía caer en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, densa, hueca, a esa pronunciación gutural, plúmbea, perfectamente modulada y equilibrada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los períodos de excitación más intensa.
Así pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente deseo por verme y del alivio que aguardaba de mí. Se extendió durante un rato sobre lo que pensaba acerca de la índole de su dolencia. Era —dijo— un mal constitucional y familiar, para el que desesperaba de encontrar remedio; una simple afección nerviosa —añadió acto seguido— que sin duda desaparecería pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales... algunas, cuando las detalló, me interesaron y confundieron, aunque quizá los términos y gestos de su relato influyeran bastante. Sufría mucho a consecuencia de una agudeza mórbida de los sentidos; apenas toleraba los alimentos más insípidos; sólo podía usar ropas de cierto tejido; los perfumes de toda clase de flores le sofocaban; incluso la luz más débil atormentaba sus ojos y exclusivamente algunos sonidos peculiares, de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anómala de terror.
—Moriré —dijo—, tengo que morir de esta lamentable locura. Así, así y no de otro modo pereceré. Temo los sucesos futuros, no tanto por sí mismos, como por sus secuelas. Tiemblo pensando en cualquier cosa, en el incidente más trivial que pueda actuar sobre esta intolerable agitación de mi alma. No siento aversión por el peligro,
ESTÁS LEYENDO
El pozo y el péndulo
HorrorEL LIBRO NO ME PERTENCE Como ya menciones el libro no es de mi propiedad,el libro lo saque de un sitio de internet Libros de Mario https://www.librosdemario.com/el-pozo-y-el-pendulo-y-otras-historias-espeluznantes-leer-online-gratis/4-paginas Escri...